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ESPAÑA

Católicos contra el Papa

A finales del siglo XIX el catolicismo político sufrió un auténtico cataclismo. Un sector no soportó que el papa León XIII (1878-1903) quisiera que los católicos europeos aceptaran el liberalismo y participaran en la política sin cuestionar el régimen; es decir, que separaran política y religión. Atrás quedaba la encíclica Quanta Cura (1864) y su apéndice, el Syllabus, obra de Pío IX, en el que se condenaba, entre otras cosas, el liberalismo y la autonomía de la sociedad civil.


	A finales del siglo XIX el catolicismo político sufrió un auténtico cataclismo. Un sector no soportó que el papa León XIII (1878-1903) quisiera que los católicos europeos aceptaran el liberalismo y participaran en la política sin cuestionar el régimen; es decir, que separaran política y religión. Atrás quedaba la encíclica Quanta Cura (1864) y su apéndice, el Syllabus, obra de Pío IX, en el que se condenaba, entre otras cosas, el liberalismo y la autonomía de la sociedad civil.

El integrismo se resistió a aceptar la sociedad de su tiempo, la mentalidad y la cultura de la época. Las libertades de expresión, reunión, asociación, manifestación, imprenta o cátedra, el ejercicio de los derechos individuales y hasta el mismo sufragio universal, la democracia, todo eso le parecía un conjunto de elementos perniciosos para el ser humano; una fuente de corrupción y condenación.

La oposición al régimen liberal en España había encontrado el refrendo de Pío IX. A la muerte de éste, acaecida en 1878, el Colegio Cardenalicio eligió al que sería León XIII. Más moderado y abierto, el nuevo Papa encauzó lentamente las relaciones con España, al igual que con la laica Tercera República francesa y la Alemania de Bismarck, que había hostilizado a los católicos con la Kulturkampf. La intención de León XIII fue que los católicos participaran en el régimen liberal, que se integraran en él para mejor defender los intereses religiosos.

En respuesta a esos nuevos aires vaticanos, en enero de 1881 una parte del catolicismo político comandada por Alejandro Pidal fundó el partido Unión Católica (UC). Había surgido por aquel entonces la teoría de la tesis contra la hipótesis; la disyuntiva era si los católicos debían mantenerse hostiles a un régimen basado en la libertad de conciencia, en la libertad religiosa –la tesis, o idea del mal mayor–, o si por el contrario debían colaborar con el partido más afín para sostener dentro de lo posible los intereses católicos –la hipótesis, o idea del mal menor–. En esto último estaba Pidal, que encontró el apoyo del Papa en marzo de 1881.

Esto era inaceptable para el catolicismo integrista. Los carlistas, dirigidos por Cándido Nocedal y los periódicos El Siglo Futuro (Madrid) y El Correo Catalán, iniciaron una campaña para impedir la colaboración del catolicismo con el régimen de la Restauración. Su objetivo era crear un movimiento católico contra el liberalismo y la UC. Y lo consiguieron organizando una romería a Roma a principios de 1882.

La maniobra carlista fue criticada por los obispos, por lo que el Papa decidió que no hubiera una peregrinación nacional, sino varias regionales, dirigidas por los episcopados. Esto enconó aún más los ánimos de los integristas, y en consecuencia se repitió el conflicto en la celebración de los centenarios de Santa Teresa y Murillo. Los insultos en la prensa a la UC eran continuos; les llamaban "mestizos" y "liberales", que a su entender eran sinónimos de malos católicos y enemigos de la Iglesia.

Este ambiente obligó a León XIII a cambiar al nuncio Bianchi, que estaba demasiado identificado con el tradicionalismo. Nombró entonces (1882) al cardenal Rampolla, con la misión de controlar a los integristas. Y publicó la encíclica Cum Multa, donde llamaba a la unión de los católicos y a separar la política y la religión. El 30 de abril de 1933, Rampolla emitió una circular en la que censuraba duramente el tradicionalismo, a cuyos seguidores recordaba que someterse a lo que dijeran las encíclicas y los obispos, y acatar al gobernante de turno "mientras no mande algo contra las leyes de Dios y de su Iglesia". De hecho, el gobierno español comunicó en una memoria confidencial al secretario de Estado vaticano, el cardenal Jacobini, que temía que los tradicionalistas estuvieran preparando otra guerra civil.

Pero el integrismo estaba desbocado. El obispo de Barcelona escribió a Jacobini que los integristas

no se convencerían ni retrocederían de su mal camino, porque para ello se necesita de la humildad de que carecen, sin la cual no es posible que haya subordinación ni rendimiento de juicio.

La situación llevó a que Alejandro Pidal viajara a Roma en diciembre de 1883 para pedir instrucciones a León XIII sobre el futuro de la UC. El Papa le dijo que integrara ésta en su partido más afín, el liberal-conservador de Cánovas. Así las cosas, Pidal entró en el gobierno canovista el 18 de enero de 1884, como ministro de Fomento. Esto irritó al tradicionalismo, que continuó la ofensiva, lo que ya suponía un ataque a la autoridad del Papa.

El integrismo no perdía ocasión para la crítica. Con motivo de que Miguel Morayta, catedrático de la Universidad Central de Madrid, republicano y masón, defendiera la libertad de cátedra en su discurso de apertura académica de octubre de 1884, se produjo una revuelta de los obispos tradicionalistas, que lo excomulgaron y culparon de la "herejía" de Morayta a la política "colaboracionista" con el régimen liberal.

En este mismo tono, el obispo de Plasencia interpretó que el terremoto que asoló Andalucía el 25 de diciembre de 1884, y en el que murieron casi 1.000 personas, había sido un "castigo divino" porque los españoles se habían abrazado al racionalismo despreciando los "derechos de Dios".

La situación llegó a un punto, que los integristas quisieron engañar al Papa para erigirse como los "únicos y verdaderos católicos". Sus periódicos, que se presentaban como "la prensa católica" a pesar de que no eran los únicos en ese ámbito, pidieron la bendición de León XIII al tiempo que, el mismo día –6 de enero de 1885–, publicaban un mensaje de adhesión al pretendiente carlista.

Como cuanto peor, mejor, los tradicionalistas y sus obispos afines querían que cayera el gobierno conservador de Cánovas para que le sustituyera uno liberal, de Sagasta. Esto, a su entender, favorecería la unidad de los católicos en un movimiento contrario al régimen de la Restauración.

Luego, en marzo de 1885, vino el ataque al nuncio Rampolla, al que llamaron "diplomático" y, por tanto, alejado del sentir de los católicos españoles. Los integristas alegaban que lo que podía ser verdadero diplomáticamente no tenía por qué ser la verdad. Por tanto, los católicos no debían tener en consideración las orientaciones de la Nunciatura. Se trataba de un ataque directo a León XIII, pues Rampolla estaba obligado a seguir las instrucciones papales.

Finalmente, el cardenal Jacobini dirigió el 15 de abril un escrito al nuncio para que lo trasmitiera a los obispos españoles. El texto recordaba a éstos que debían obediencia al propio nuncio, que no en vano era el representante del Papa, cuyas indicaciones seguía. Los obispos se adhirieron lentamente y los hermanos Nocedal fueron defenestrados del carlismo. León XIII acabó imponiendo su autoridad y, en apariencia al menos, su ánimo conciliador y de integración.

Se iniciaba así el camino para la conciliación del catolicismo y el liberalismo, aunque el integrismo sobrevivió.

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