La paulatina decadencia de Sevilla había convertido a la Tacita de Plata en el puerto más importante de España, y eso sus enemigos lo sabían. Apresarla era estrangular el comercio americano y poner en jaque a la que todavía era, a duras penas, la monarquía más poderosa del orbe.
El 23 de agosto de 1702, cuando los gaditanos se desperezaban, una imponente flota anglo-holandesa apareció de súbito en el horizonte. Estaba formada por casi 80 buques que transportaban a más de 25.000 hombres. La reina Ana no había escatimado medios. La flota la componían 50 navíos de línea, 9 fragatas, 8 bombardas y 12 brulotes, comandados por el almirante británico Sir George Rooke y por vicealmirante holandés Van der Goes.
No venían en son de paz, ni a rendir una visita de cortesía. Se aproximaron a la costa evitando las baterías de la ciudad y desembarcaron parte de la tropa en Rota. Pero España no estaba en guerra. La que sí que lo estaba era su recién ganado aliado, la Francia de Luis XIV; pero no con Inglaterra, sino con Austria, por hacerse con el control de Italia, que había quedado huérfana tras la salida de escena de los Habsburgo españoles. Aquella inesperada guerra, España ni la deseaba ni la había empezado, por lo que se mantenía sabiamente al margen. Se había limitado a coronar a Felipe V, un sobrino del Rey Sol, como heredero del último Habsburgo y a poner a disposición del gabacho sus dominios europeos.
Eso a ingleses y holandeses les había sentado a cuerno quemado. Si ya en el pasado las habían tenido tiesas primero con España y luego con Francia, el vérselas con las dos a la vez no les parecía lo más adecuado. Ese mismo año de 1702, a instancias del emperador Leopoldo, se gestó una gran alianza europea contra Luis XIV y su jovencísimo sobrino. A austriacos y saboyanos les tocaría atacar por tierra; a ingleses y holandeses, por mar. Y qué mejor lugar para atacar que Cádiz, un puerto principal que, además, estaba defendido por apenas quinientos hombres al cargo de Francisco Castillo, marqués de Villadarias.
Que Cádiz cayese era cuestión de días. La caballería inglesa, al mando del general James Butler, duque de Ormond, rodeó la bahía para tratar de tomar al asalto la ciudad por el sur. La flota, entre tanto, se aproximó por el norte abriendo fuego a discreción. Cádiz era desde tiempos inmemoriales una plaza prácticamente inexpugnable, pero aislada por tierra y mar no tardaría en entregarse, a no ser que alguien acudiese a socorrerla. Eso, o que la ciudad decidiese resistir al modo numantino, que, dicho sea de paso, es la especialidad de la casa. El problema es que nadie había previsto que la guerra se desplazase tan al sur, a la misma España, impenetrable solar donde medio siglo antes sus enemigos no hubieran soñado poner un pie. Ahora era distinto y una vez los ingleses ocupasen Cádiz iba a ser muy difícil sacarles de allí sin hacer grandes concesiones.
No había en Andalucía tropas suficientes para levantar el sitio desde fuera. Lo que sí que estaba disponible era una pequeña flota de galeras comandada por el conde Fernán Núñez que se encontraba fondeada en la bahía al abrigo de los baluartes. Con eso se tenía que salvar la ciudad y el orgullo de un reino baldado tras dos siglos dedicados por entero a la guerra en los confines de Europa.
El conde se apresuró a colocar sus galeras en una línea diagonal que iba de los muelles de Cádiz a Puerto Real. Esto imposibilitaba la comunicación entre las tropas de Butler y los buques de Rooke. La potencia de fuego de las defensas costeras y las andanadas desde las galeras mantendrían la flota enemiga a suficiente distancia y disuadirían a Rooke de intentar cualquier maniobra anfibia. En Cádiz, el pequeño ejército de Villadarias se concentraría en resistir hasta el último hombre mediante ataques puntuales y muy rápidos a la vanguardia inglesa.
Era un plan de defensa sencillo y endiabladamente efectivo. Durante más de un mes, el combinado anglo-holandés trató infructuosamente de acercarse a la ciudad. Rooke, que se las había prometido muy felices y se veía ya convertido en el señor de Cádiz, no atinaba a encontrar el modo de sortear la cortina de fuego que le había tendido el astuto Fernán Núñez. De nada le servían los 50 navíos de línea y las ocho bombardas que había traído desde Inglaterra. Si se acercaba para que sus cañones pudiesen alcanzar las murallas gaditanas, corría el riesgo de perder las naves por el fuego graneado que salía de las galeras.
Pero Rooke no cometió el error que le terminaría costando la batalla en el mar, sino tierra adentro. Visto que Cádiz era inquebrantable por mar, se concentró en someter la indefensa bahía y sus aledaños. Las tropas anglo-holandesas se internaron en pueblos y aldeas para hacerse con provisiones y sembrar el terror con la idea de que esa brutalidad atemorizaría a los rústicos y ablandaría a Villadarias, que permanecía encastillado en Cádiz. Nada más lejos de la realidad. Las violaciones y saqueos de la soldadesca inglesa motivaron que, a sus espaldas, se fueran organizando milicias de jinetes expertos que tendían letales emboscadas a la caballería de Ormond.
Día tras día Butler comunicaba pesaroso nuevas bajas a su superior, que dirigía las operaciones desde su nave, la Royal Sovereign. Para colmo, las defensas se cobraban buque tras buque. En sólo un día el fuego combinado de los baluartes y las galeras hundieron tres barcos ingleses y uno holandés que se habían acercado demasiado. Todo con gran pérdida de vidas, que en una batalla naval al hombre al agua no se le socorre, se le remata. El 28 de septiembre, cuando se cumplían ya 35 angustiosos días de sitio, Rooke ordenó recoger a las tropas expedicionarias y desplegar velas hacia mar abierto. Ni con todo a su favor ni con un alarde de fuerza semejante había conseguido rendir a la Numancia del mar.
La flota había quedado en tan mal estado, que tuvo que buscar refugio en la costa portuguesa para reabastecerse y reparar las naves. Luego se dirigiría hacia Lisboa, donde cogería fuerzas para el siguiente asalto, que tendría lugar en Vigo, puerto al que se había dirigido la flota de Indias para desembarcar la plata americana. Ese sería el segundo capítulo de una guerra, la de Sucesión, que imprimió un dramático vuelco a la historia de España, una guerra que empezó en Cádiz con una victoria a cara de perro, como nos gusta a nosotros, y terminó en Utrecht con una derrota a cabeza gacha, como les gusta a los franceses. Podría haber sido al revés, pero entonces Cádiz tendría que haberse rendido, y eso, ni ha sucedido... ni sucederá jamás.