El plan de Bonaparte era transformar completamente Europa, rehacerla a la medida de la Francia imperial. El nuevo orden implicaba la conquista de Inglaterra, la sumisión absoluta de Rusia y la integración de España en un mundo en el que París hacía las veces de una nueva Roma.
En el nuevo imperio no cabía la España borbónica, estrechamente emparentada con la Francia de antes de la Revolución. Aunque su rey era un cornudo incapaz de defender sus propios intereses y, mucho menos, los de su reino, los españoles no parecían por la labor de contribuir al engrandecimiento de Francia. El emperador decidió entonces jubilar a los Borbones, que reinaban en España desde 1700, para instaurar su propia dinastía. Todo se llevó a cabo con el máximo de los sigilos. Los reyes y el príncipe de Asturias fueron trasladados a territorio francés, hasta Bayona exactamente, y allí abdicaron en nombre de Napoleón, que transfirió los derechos a su hermano José.
El viejo reino de España ya era formalmente suyo, tan sólo le quedaba ocuparlo en su totalidad. Estimaba el corso, que no apreciaba mucho a los españoles, que con 12.000 hombres sería más que suficiente para subyugar España. Pero poco después de dar comienzo a la ocupación empezó a salirle todo mal. El dos de mayo de 1808 Madrid se levantó furiosa contra sus tropas. Luego vendrían muchas más ciudades. A todo esto, en Andalucía no había entrado todavía un solo soldado francés. Y no nos engañemos, decirse rey de España sin serlo de Andalucía ni es ser rey de España ni es ser nada.
El general que ocupaba la Villa y Corte, Joachim Murat, se fijó como prioridad bajar con un ejército para rendir las principales ciudades andaluzas, especialmente Cádiz, puerto principal por el que podrían colarse los ingleses para, con el apoyo de la población local, hacerse fuertes de Sierra Morena para abajo. A finales de mayo Murat encargó a uno de sus mejores generales, Pierre Dupont, que penetrase en Andalucía y diese un escarmiento a alguna ciudad para que el resto de la región aprendiese de qué iba el tema. Dupont se apresuró a cumplir las órdenes. Reunió un ejército de 20.000 hombres –formado por dos divisiones de infantería, otra de caballería y una más de artillería e ingenieros– y lo condujo hasta el sur.
El destino era Córdoba, una plaza accesible y muy simbólica, para propinar un primer y certero golpe. El bofetón cordobés serviría de acicate a los españoles de Andalucía y a los del resto de ciudades rebeldes para que depusiesen inmediatamente las armas. El 7 de junio Dupont entró en la ciudad califal, que no opuso resistencia, probablemente porque sus habitantes no podían imaginar lo que iba a suceder horas después. Al día siguiente ordenó a sus tropas un saqueo salvaje, lo cual ocasionó el efecto contrario al que esperaba. Según fue extendiéndose la noticia del sanguinario saco francés a Córdoba, una ola de indignación recorrió toda España.
Andalucía, que todavía era libre, se puso en pie de guerra. La Junta de Sevilla llamó a los patriotas a las armas para que se integrasen en el ejército del general Castaños. En Granada se formó otro ejército en torno al regimiento suizo capitaneado por el general Teodoro Reding. La reacción española pronto llegó a los oídos de Dupont, que, temeroso de verse sitiado en Córdoba –para lo que no estaba preparado–, abandonó la ciudad y volvió sobre sus pasos hasta Andújar, donde buscó refugio en espera de refuerzos.
Los oficiales españoles, entre tanto, se reunieron en Porcuna para trazar un plan de batalla que aniquilase al ejército francés cortándole la retaguardia y la posibilidad de escapar. Contaban con dos ventajas: la superioridad numérica (entre Castaños y Reding juntaban casi 30.000 hombres) y el conocimiento del terreno; y una desventaja: Murat disponía en Madrid de tropas de refresco para acudir en auxilio de Dupont.
Castaños tenía otro arma muy valiosa, la población civil, miles de ojos que todo lo veían y que le mantenían informado de los movimientos de un enemigo aislado en tierra hostil. Pero esa ventaja se esfumaría si los franceses aumentaban sus efectivos, así que había atacar antes de que el general Vedel llegase con una división desde Despeñaperros. El 13 de julio Reding salió al encuentro de una avanzadilla francesa en Mengíbar, y la hizo retirarse. La escaramuza persuadió a Dupont de que esperar en Andújar no era la mejor idea. La noche del 18 de julio salió con el grueso de su ejército hacia Bailén, con la idea de enlazar allí con los refuerzos enviados por Murat, que se encontraban ya cruzando Sierra Morena.
Al llegar a las inmediaciones de Bailén se encontró con la primera sorpresa: Reding estaba esperando con dos divisiones, encaramadas en sendos cerros. Mal lugar para encontrarse con el enemigo. Poco después se toparía con la segunda: Castaños se aproximaba por su retaguardia. Como no había un minuto que perder, la batalla comenzó a medianoche del 18 de julio. Dupont no sabía con exactitud cuántos españoles tenía enfrente, así que empezó a realizar cargas para romper la línea de Reding, que se había desplegado ordenadamente formando un arco.
A los franceses no les interesaba combatir. Era de noche, les habían cogido por sorpresa y la cercanía de Bailén garantizaba un suministro continuo de agua y víveres a los de Reding, que habían dejado el pueblo a sus espaldas. La única intención de Dupont era abrirse un hueco, salir de aquella trampa, sortear Bailén y unirse a los hombres de Vedel que bajaban de la sierra. Las prisas son malas compañeras en todo, pero sobre todo en la guerra, donde los errores se pagan carísimos. Y Dupont tenía prisa, demasiada como para hacer las cosas bien.
A primera hora de la mañana, con idea de acabar ya con la enconada resistencia española, Dupont puso toda la carne en el asador formando una columna de batalla con lo mejor de su ejército. La caballería francesa saltó de los flancos a las posiciones españolas pero fue frenada a costa de sus propias vidas por el regimiento de línea de Jaén. Fracasada la ofensiva, al gabacho sólo le quedaba una carga final a la antigua usanza, con todos sus hombres, con él al frente espada en mano. Y eso fue lo que hizo a mediodía; pero los franceses estaban agotados y sedientos después de combatir toda la noche.
La última carga supuso la derrota absoluta. El propio Dupont cayó herido, y decidió rendirse antes de que la escabechina fuese a mayores. Castaños aceptó el sometimiento del francés, pero la batalla no había terminado. Antes de rendirse, puso un emisario a Vedel con las noticias de lo que había sucedido en Bailén para que volviese a la sierra. Tarde: Castaños envió a Santa Elena una compañía a buscar a Vedel para que se rindiese junto a su general. La derrota fue muy humillante. Cerca de 18.000 franceses, los mismos que habían saqueado Córdoba, los mismos que se habían paseado triunfantes por Austerlitz, fueron hechos prisioneros por un puñado de españoles reclutados a toda prisa por los pueblos de Andalucía.
Aunque los ánimos estaban calientes, Castaños prefirió ser magnánimo. Ordenó el traslado de los cautivos hasta Rota para que fuesen embarcados rumbo a Francia. Lo mismo sucedió con Dupont, que al llegar a París cayó en desgracia y fue cruelmente degradado por el emperador, que lo mandó preso a un castillo perdido en los Alpes. En España y en el resto del continente la inesperada victoria de Bailén se recibió con alborozo. Los españoles, herederos lejanos de aquellos tercios inasequibles al desaliento, acababan de demostrar que ni Napoleón era invencible ni Europa tenía por qué ser de su propiedad.
El emperador acusó el golpe. Su hermano José tuvo que largarse corriendo de Madrid para buscar refugio en Vitoria. Napoleón contraatacó, pero no con 12.000 hombres, sino con una Grande Armée de 250.000 comandada por los generales más prestigiosos, con la que, esta vez sí, pudo ocupar toda la península, a excepción de Cádiz. Y es que Andalucía, cuando decide no rendirse, no se rinde.