Habría dos Parlamentos y dos Gobiernos, con sus dos primeros ministros. Los dos reinos sólo tendrían tres gobernantes comunes: los ministros de Asuntos Exteriores, Guerra y Finanzas. Ninguna de las dos entidades tenía unidad propia desde el punto de vista étnico. Si en lo que podemos llamar Austria había, además de alemanes, checos, italianos, polacos, rutenos y eslovenos, en Hungría, además de magiares, había croatas, serbios, rumanos y eslovacos.
¿Por qué los Habsburgo cedieron ante Hungría y la elevaron a la categoría de reino?
La corona de San Esteban pertenecía a los Habsburgo desde 1526. Les fue entregada por los magiares. A la vez, los checos les entregaron la de San Wenceslao para que les protegieran de los turcos. Fernando I de Austria aceptó el ofrecimiento; pero, antes de poder ceñirse ambas coronas, tuvo que comprometerse a respetar los privilegios y derechos de ambos pueblos.
Cuando desapareció el peligro turco, en Hungría empezó a crepitar un sentimiento nacionalista magiar que fantaseaba con la independencia. En Bohemia y Moravia no ocurrió lo mismo. Ello se debió en buena medida a que la nobleza checa estaba mucho mejor integrada en la corte de Viena de lo que lo estaban los terratenientes magiares, más pegados a sus tierras. Cuando, en el siglo XIX, los diversos ismos sacudieron el imperio –y el resto de Europa–, el nacionalismo arraigó en Hungría. La revolución de 1848 fue liberal en Viena, pero en Budapest fue nacionalista: aquí, la encabezó Lajos Kossuth.
Durante la revolución, Budapest logró aprobar y poner brevemente en práctica las Leyes de Marzo, que le daba una elevada autonomía. Pero el imperio logró someter a los húngaros; no fueron tropas alemanas los que acabaron con el sueño magiar, sino soldados croatas ansiosos de ganarse el favor del emperador para que los liberara del yugo húngaro: y es que Croacia formaba parte de la corona de San Esteban y estaba administrada por húngaros. Budapest cayó y Alexander von Bach, como ministro del Interior, organizó el imperio bajo principios liberales de sabor jacobino; principios que liberalizaron poco pero que sí centralizaron el Estado: se creó un ejército de burócratas para administrar las provincias.
Sin embargo, el problema húngaro no se solucionó. El control sobre la para entonces mera provincia del imperio sólo podía conservarse mediante el mantenimiento de un ejército prácticamente de ocupación, y en Viena sabían que el asunto tendría que ser resuelto tarde o temprano. Como siempre ocurrió en el imperio durante aquellos años, fueron los fracasos en el exterior lo que obligó a la reformar interior. En 1859, los piamonteses comenzaron su viaje hacia la unidad italiana venciendo a los austriacos con la ayuda de Napoleón III. La derrota se debió en buena parte a que no se pudo disponer de las tropas acantonadas en Hungría por temor a que su partida favoreciera una revuelta interna. Tras la derrota, la conveniencia de llegar a un acuerdo con los húngaros se convirtió en una necesidad.
Comenzó entonces un largo período de experimentos constitucionales para conseguir que los magiares se sintieran a gusto dentro del imperio. El momento parecía propicio desde el momento en que los húngaros habían dejado de confiar en el combativo Kossuth y se habían puesto en manos del más pragmático Ferenc Déak. Éste pasaba por ser un nacionalista moderado, aunque su objetivo eran el mismo de Kossuth: la independencia. La única diferencia estribaba en la estrategia. Kossuth prefería la del enfrentamiento, con la ayuda de franceses e italianos, mientras que Déak creía que negociando podía extraerse más y más fácilmente, aunque con más tiempo.
Los sucesivos gobernantes a que recurrió Francisco José probaron de todo para atraer a los magiares. Se intentó dar a todas las provincias la misma autonomía que se ofrecía a Hungría. La solución fue rechazada, pues Hungría no se tenía por una provincia normal: por amplia que fuera la autonomía concedida, jamás aceptaría nada que fuera equivalente a lo que se concediera a las demás. Se intentó atraer a la Corte vienesa la nobleza magiar, para adocenarla como se había adocenado a la checa y a la polaca, pero tampoco esto tuvo éxito. Se trató de volver al sistema Bach, escondido tras una reforma descentralizadora, pero también se fracasó. Aquellos años se vivieron en continuo sobresalto constitucional, mientras Déak rechazó una y otra vez todo lo que se le ofreció e insistió en lo único que Francisco José no estaba dispuesto a aceptar, la vuelta a las Leyes de Marzo.
Nuevamente, fueron los fracasos exteriores los que precipitaron los acontecimientos. La derrota austriaca en la Guerra de las Siete Semanas de 1866 a manos de los prusianos supuso para los Habsburgo el revés más importante en muchos años. Sadowa significó que serían los Hohenzollern, y no ellos, los que llevarían a cabo a la unificación alemana. Perdida la oportunidad de ser el líder de la Gran Alemania, a Francisco José ya no le importó que su imperio fuera todo lo multinacional que fuera necesario, con tal de que él siguiera reinando. Dispuesto pues a todo, su negociación con Déak y la delegación que encabezaba concluyó en el Ausgleich y la conversión del Imperio en Doble Monarquía.
Pero el Ausgleich estaba viciado de origen, no podía mantener el imperio unido. Hungría nunca negoció con Austria. Negoció con Francisco José. Los magiares extrajeron todas las concesiones constitucionales sin que nadie consultara a los demás si querían conceder aquellos privilegios. Si Hungría se hubiera limitado a reclamar un reino sólo de magiares, la cosa habría podido más o menos funcionar, pero al quedar bajo su dominio croatas, serbios y rutenos, el imperio quedó condenado. Esos tres pueblos se consideraron traicionados por Francisco José, ya que, puestos a no ser independientes, preferían la sumisión a Viena antes que a Budapest.
En 1878, el Congreso de Berlín, convocado para resolver el reparto de los territorios que los turcos ya no eran capaces de controlar, entregó a Austria las provincias de Bosnia-Herzgovina, pobladas mayoritariamente por serbios. El mismo Congreso de Berlín reconoció la independencia de iure del principado de Serbia, que había disfrutado durante años de la de facto dentro del Imperio Otomano. Los serbios cristiano-ortodoxos de Bosnia-Herzegovina mirarían a Serbia como la nación que habría de liberarlos para formar la Gran Serbia, a costa tanto de Austria como de Hungría. Y ese sentimiento se extendió al resto de los serbios del imperio; incluso alcanzó a croatas y eslovenos.
Los años que siguieron al Ausgleich fueron una constante lucha entre Budapest y Viena por todos los asuntos de estado. Unas veces eran las cuestiones tarifarias, donde Budapest supo imponer gravosos aranceles para proteger sus productos; otras, cuál debía ser la participación de Hungría en los gastos del gobierno conjunto, sin que en Viena lograran que pasara nunca del 35%. Los debates sobre la lengua que debía emplearse en el ejército o sobre cuántos soldados tenía que aportar Budapest se eternizaron. Finalmente, toda la política exterior tenía que negociarse con el primer ministro húngaro, y no siempre los intereses de Budapest coincidían con los de Viena.
Mientras tanto, el nacionalismo serbio fue creciendo. Viena no tuvo problema en controlarlo mientras Serbia fue gobernada por los Obrenovic. Pero en 1903 una revuelta palaciega encabezada por un sector del ejército muy nacionalista y, por lo tanto, anti-austriaco entregó la corona a Alejandro Karadordevic y el pequeño reino emprendió una dura campaña para estimular el nacionalismo serbio dentro de la Doble Monarquía. Aunque la campaña estaba dirigida a todos los serbios, tuvo especial éxito entre los de Bosnia-Herzegovina.
Para resolver el problema del nacionalismo serbio, en Viena se abrió paso la idea del trialismo. Se trataba de enfrentar esta solución al dualismo, que era la idea que había dado lugar al Ausgleich y a la Doble Monarquía. En definitiva: si se había podido evitar la desafección de los húngaros haciendo que Francisco José fuera doblemente rey, ¿por qué no tratar de evitar la de los serbios convirtiéndolo en triple monarca, de austriacos, magiares y eslavos del sur? El mayor defensor de esta solución fue el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono imperial desde 1889. Según él, el trialismo mataría dos pájaros de un tiro: resolvería el problema del nacionalismo serbio y pondría a los húngaros en su sitio con un contrapoder que oponerles; además, les restaría base territorial, al privarles de todas las provincias habitadas por eslavos del sur (serbios, croatas y eslovenos).
Francisco José no quería ni oír hablar del trialismo. Bastante tenía con los húngaros para tener que entenderse también con los eslavos del sur. Pero en Viena se sabía que, si Francisco Fernando subía al trono, el trialismo sería la base de su política interior. Naturalmente, esta perspectiva tenía dos enemigos acérrimos. Uno de ellos era Serbia, que temía que el trialismo acabara con su sueño de crear una Gran Serbia bajo la corona de un Karadordevic. El otro era Hungría, que no quería perder poder.
No sabemos qué habría ocurrido si Francisco Fernando hubiera llegado a reinar. Fue asesinado el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, a manos de terroristas enviados por los servicios secretos serbios. Su muerte desencadenó una serie de acontecimientos que, como fichas de dominó, condujeron al estallido de la Primera Guerra Mundial. Cuando terminó, el Imperio Habsburgo había desaparecido. Austria se vio reducida a una pequeña república destinada a ser engullida por la Alemania nazi. Hungría perdió todos sus territorios no magiares: Croacia, Eslovenia y Transilvania. Sólo Belgrado salió ganando: llegó a ser la capital de una Serbia aun más grande de la que soñaron los nacionalistas del XIX, pues, además de anexionarse Bosnia-Herzegovina, ocupó Croacia, Eslovenia, la Voivodina y Macedonia, creando lo que fue Yugoslavia.
El Ausgleich acabó con el imperio, sí. Pero también acabó con Hungría. Los magiares nunca quisieron ser totalmente independientes. Tan sólo quisieron que se les reconociera una posición privilegiada en perjuicio de los demás pueblos del imperio. El empeño de Francisco José en conservar la corona por encima de la unidad, que era cosa que en nada le interesaba si había de poner en peligro su trono, le impulsó a aceptar el compromiso que acabaría con las dos partes que lo firmaron: la Casa de Habsburgo y la nobleza magiar. Francisco José no entendió que no podría seguir siendo emperador de un imperio tan sólo unido por su corona, y los magiares no comprendieron que su poder dependía de conformarse con ser una provincia del imperio y no un reino privilegiado dentro de él. Los serbios fueron los que dieron al traste con el uno y los otros, pero si no hubieran sido ellos habrían sido los checos, o los polacos, bastante conformes con su pertenencia al imperio hasta 1867, y luego constantemente irritados por los privilegios de los magiares.
Así fue como una solución de privilegio para que los húngaros se sintieran cómodos dentro de Austria-Hungría acabó con Austria y con Hungría. En Madrid y Barcelona debería conocerse bien esta historia.
¿Por qué los Habsburgo cedieron ante Hungría y la elevaron a la categoría de reino?
La corona de San Esteban pertenecía a los Habsburgo desde 1526. Les fue entregada por los magiares. A la vez, los checos les entregaron la de San Wenceslao para que les protegieran de los turcos. Fernando I de Austria aceptó el ofrecimiento; pero, antes de poder ceñirse ambas coronas, tuvo que comprometerse a respetar los privilegios y derechos de ambos pueblos.
Cuando desapareció el peligro turco, en Hungría empezó a crepitar un sentimiento nacionalista magiar que fantaseaba con la independencia. En Bohemia y Moravia no ocurrió lo mismo. Ello se debió en buena medida a que la nobleza checa estaba mucho mejor integrada en la corte de Viena de lo que lo estaban los terratenientes magiares, más pegados a sus tierras. Cuando, en el siglo XIX, los diversos ismos sacudieron el imperio –y el resto de Europa–, el nacionalismo arraigó en Hungría. La revolución de 1848 fue liberal en Viena, pero en Budapest fue nacionalista: aquí, la encabezó Lajos Kossuth.
Durante la revolución, Budapest logró aprobar y poner brevemente en práctica las Leyes de Marzo, que le daba una elevada autonomía. Pero el imperio logró someter a los húngaros; no fueron tropas alemanas los que acabaron con el sueño magiar, sino soldados croatas ansiosos de ganarse el favor del emperador para que los liberara del yugo húngaro: y es que Croacia formaba parte de la corona de San Esteban y estaba administrada por húngaros. Budapest cayó y Alexander von Bach, como ministro del Interior, organizó el imperio bajo principios liberales de sabor jacobino; principios que liberalizaron poco pero que sí centralizaron el Estado: se creó un ejército de burócratas para administrar las provincias.
Sin embargo, el problema húngaro no se solucionó. El control sobre la para entonces mera provincia del imperio sólo podía conservarse mediante el mantenimiento de un ejército prácticamente de ocupación, y en Viena sabían que el asunto tendría que ser resuelto tarde o temprano. Como siempre ocurrió en el imperio durante aquellos años, fueron los fracasos en el exterior lo que obligó a la reformar interior. En 1859, los piamonteses comenzaron su viaje hacia la unidad italiana venciendo a los austriacos con la ayuda de Napoleón III. La derrota se debió en buena parte a que no se pudo disponer de las tropas acantonadas en Hungría por temor a que su partida favoreciera una revuelta interna. Tras la derrota, la conveniencia de llegar a un acuerdo con los húngaros se convirtió en una necesidad.
Comenzó entonces un largo período de experimentos constitucionales para conseguir que los magiares se sintieran a gusto dentro del imperio. El momento parecía propicio desde el momento en que los húngaros habían dejado de confiar en el combativo Kossuth y se habían puesto en manos del más pragmático Ferenc Déak. Éste pasaba por ser un nacionalista moderado, aunque su objetivo eran el mismo de Kossuth: la independencia. La única diferencia estribaba en la estrategia. Kossuth prefería la del enfrentamiento, con la ayuda de franceses e italianos, mientras que Déak creía que negociando podía extraerse más y más fácilmente, aunque con más tiempo.
Los sucesivos gobernantes a que recurrió Francisco José probaron de todo para atraer a los magiares. Se intentó dar a todas las provincias la misma autonomía que se ofrecía a Hungría. La solución fue rechazada, pues Hungría no se tenía por una provincia normal: por amplia que fuera la autonomía concedida, jamás aceptaría nada que fuera equivalente a lo que se concediera a las demás. Se intentó atraer a la Corte vienesa la nobleza magiar, para adocenarla como se había adocenado a la checa y a la polaca, pero tampoco esto tuvo éxito. Se trató de volver al sistema Bach, escondido tras una reforma descentralizadora, pero también se fracasó. Aquellos años se vivieron en continuo sobresalto constitucional, mientras Déak rechazó una y otra vez todo lo que se le ofreció e insistió en lo único que Francisco José no estaba dispuesto a aceptar, la vuelta a las Leyes de Marzo.
Nuevamente, fueron los fracasos exteriores los que precipitaron los acontecimientos. La derrota austriaca en la Guerra de las Siete Semanas de 1866 a manos de los prusianos supuso para los Habsburgo el revés más importante en muchos años. Sadowa significó que serían los Hohenzollern, y no ellos, los que llevarían a cabo a la unificación alemana. Perdida la oportunidad de ser el líder de la Gran Alemania, a Francisco José ya no le importó que su imperio fuera todo lo multinacional que fuera necesario, con tal de que él siguiera reinando. Dispuesto pues a todo, su negociación con Déak y la delegación que encabezaba concluyó en el Ausgleich y la conversión del Imperio en Doble Monarquía.
Pero el Ausgleich estaba viciado de origen, no podía mantener el imperio unido. Hungría nunca negoció con Austria. Negoció con Francisco José. Los magiares extrajeron todas las concesiones constitucionales sin que nadie consultara a los demás si querían conceder aquellos privilegios. Si Hungría se hubiera limitado a reclamar un reino sólo de magiares, la cosa habría podido más o menos funcionar, pero al quedar bajo su dominio croatas, serbios y rutenos, el imperio quedó condenado. Esos tres pueblos se consideraron traicionados por Francisco José, ya que, puestos a no ser independientes, preferían la sumisión a Viena antes que a Budapest.
En 1878, el Congreso de Berlín, convocado para resolver el reparto de los territorios que los turcos ya no eran capaces de controlar, entregó a Austria las provincias de Bosnia-Herzgovina, pobladas mayoritariamente por serbios. El mismo Congreso de Berlín reconoció la independencia de iure del principado de Serbia, que había disfrutado durante años de la de facto dentro del Imperio Otomano. Los serbios cristiano-ortodoxos de Bosnia-Herzegovina mirarían a Serbia como la nación que habría de liberarlos para formar la Gran Serbia, a costa tanto de Austria como de Hungría. Y ese sentimiento se extendió al resto de los serbios del imperio; incluso alcanzó a croatas y eslovenos.
Los años que siguieron al Ausgleich fueron una constante lucha entre Budapest y Viena por todos los asuntos de estado. Unas veces eran las cuestiones tarifarias, donde Budapest supo imponer gravosos aranceles para proteger sus productos; otras, cuál debía ser la participación de Hungría en los gastos del gobierno conjunto, sin que en Viena lograran que pasara nunca del 35%. Los debates sobre la lengua que debía emplearse en el ejército o sobre cuántos soldados tenía que aportar Budapest se eternizaron. Finalmente, toda la política exterior tenía que negociarse con el primer ministro húngaro, y no siempre los intereses de Budapest coincidían con los de Viena.
Mientras tanto, el nacionalismo serbio fue creciendo. Viena no tuvo problema en controlarlo mientras Serbia fue gobernada por los Obrenovic. Pero en 1903 una revuelta palaciega encabezada por un sector del ejército muy nacionalista y, por lo tanto, anti-austriaco entregó la corona a Alejandro Karadordevic y el pequeño reino emprendió una dura campaña para estimular el nacionalismo serbio dentro de la Doble Monarquía. Aunque la campaña estaba dirigida a todos los serbios, tuvo especial éxito entre los de Bosnia-Herzegovina.
Para resolver el problema del nacionalismo serbio, en Viena se abrió paso la idea del trialismo. Se trataba de enfrentar esta solución al dualismo, que era la idea que había dado lugar al Ausgleich y a la Doble Monarquía. En definitiva: si se había podido evitar la desafección de los húngaros haciendo que Francisco José fuera doblemente rey, ¿por qué no tratar de evitar la de los serbios convirtiéndolo en triple monarca, de austriacos, magiares y eslavos del sur? El mayor defensor de esta solución fue el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono imperial desde 1889. Según él, el trialismo mataría dos pájaros de un tiro: resolvería el problema del nacionalismo serbio y pondría a los húngaros en su sitio con un contrapoder que oponerles; además, les restaría base territorial, al privarles de todas las provincias habitadas por eslavos del sur (serbios, croatas y eslovenos).
Francisco José no quería ni oír hablar del trialismo. Bastante tenía con los húngaros para tener que entenderse también con los eslavos del sur. Pero en Viena se sabía que, si Francisco Fernando subía al trono, el trialismo sería la base de su política interior. Naturalmente, esta perspectiva tenía dos enemigos acérrimos. Uno de ellos era Serbia, que temía que el trialismo acabara con su sueño de crear una Gran Serbia bajo la corona de un Karadordevic. El otro era Hungría, que no quería perder poder.
No sabemos qué habría ocurrido si Francisco Fernando hubiera llegado a reinar. Fue asesinado el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, a manos de terroristas enviados por los servicios secretos serbios. Su muerte desencadenó una serie de acontecimientos que, como fichas de dominó, condujeron al estallido de la Primera Guerra Mundial. Cuando terminó, el Imperio Habsburgo había desaparecido. Austria se vio reducida a una pequeña república destinada a ser engullida por la Alemania nazi. Hungría perdió todos sus territorios no magiares: Croacia, Eslovenia y Transilvania. Sólo Belgrado salió ganando: llegó a ser la capital de una Serbia aun más grande de la que soñaron los nacionalistas del XIX, pues, además de anexionarse Bosnia-Herzegovina, ocupó Croacia, Eslovenia, la Voivodina y Macedonia, creando lo que fue Yugoslavia.
El Ausgleich acabó con el imperio, sí. Pero también acabó con Hungría. Los magiares nunca quisieron ser totalmente independientes. Tan sólo quisieron que se les reconociera una posición privilegiada en perjuicio de los demás pueblos del imperio. El empeño de Francisco José en conservar la corona por encima de la unidad, que era cosa que en nada le interesaba si había de poner en peligro su trono, le impulsó a aceptar el compromiso que acabaría con las dos partes que lo firmaron: la Casa de Habsburgo y la nobleza magiar. Francisco José no entendió que no podría seguir siendo emperador de un imperio tan sólo unido por su corona, y los magiares no comprendieron que su poder dependía de conformarse con ser una provincia del imperio y no un reino privilegiado dentro de él. Los serbios fueron los que dieron al traste con el uno y los otros, pero si no hubieran sido ellos habrían sido los checos, o los polacos, bastante conformes con su pertenencia al imperio hasta 1867, y luego constantemente irritados por los privilegios de los magiares.
Así fue como una solución de privilegio para que los húngaros se sintieran cómodos dentro de Austria-Hungría acabó con Austria y con Hungría. En Madrid y Barcelona debería conocerse bien esta historia.