Desmesurada es la obra y la influencia de Aristóteles en todas las épocas; aún hoy, encontramos seguidores de Aristóteles en casi en todas las corrientes filosóficas. Quizá por eso, porque todo en Aristóteles parecen éxitos, tendríamos que preguntarnos: ¿no hay algún fracaso digno de ser recordado al comienzo de un apunte sobre esta cumbre de la filosofía griega? Veamos.
Quizá los filósofos helénicos tuvieron tantos defectos como sus conciudadanos. Tres son evidentes. Los griegos en general, y los filósofos de modo particular, no prestaron demasiada atención al amor a los humildes, ni experimentaron la necesidad imperiosa de un Dios justo. Tampoco, por lo menos hasta la llegada de los estoicos, pensaron en un mundo unificado, híbrido de helenos y bárbaros. Las ciudades-Estado impedían el desarrollo de un mundo todo igual para los iguales, un imperio universal del hombre, una homónoia.
La ciudad-Estado era una patria a la medida de los sentidos: el hombre vivía sin casi necesidad de hogar y sin apenas intimidad, porque se había acomodado fácilmente a vivir en las plazas y los mercados, en las calles y los embarcaderos. Alejandro Magno, sin embargo, rompe con la ciudad-Estado y proyecta una Grecia en expansión; por desgracia, la Grecia alenjandrina no tuvo tiempo de realizar el sueño de Alejandro, que heredaría Roma. Algo, sin embargo, aportó Alejandro con respecto a su tutor y maestro: rompió con los estrechos moldes de la nación aristotélica. No sólo no se tomó en serio la ciudad-Estado, sino que imaginó un mundo sin fronteras entre bárbaros y helenos. Aristóteles, pues, fracasó como maestro de Alejandro Magno.
El fracaso de Aristóteles no acabó ahí, pues que es difícil hallar en nuestra época políticamente correcta un autor más vilipendiado que él. La exclusión de las mujeres y de los esclavos del espacio público defendida por Aristóteles convierten al filósofo griego en uno de los grandes apestados de nuestra época. Si Aristóteles, ay, levantara la cabeza... A las gentes biempensantes del siglo en que vivimos les gusta imaginar este contrafáctico para regocijarse del escándalo supuesto de ese sabio machista y racista que se atrevió a decir y hasta declarar sus prejuicios. Sin embargo, esas gentes, en nuestra opinión, se llevarían una sorpresa, seguro. Dado el modo en que procedía Aristóteles, observador incansable de las cosas grandes y, sobre todo, pequeñas, lo primero que habría constatado en sus exploraciones sería que la opinión dominante sobre estos asuntos es justamente la contraria de la que estaba vigente en su época, y que en esta nueva posición, que contradice la suya diametralmente, están empeñadas la más de las personas de todos los sexos conocidos, y entre ellas las de más reconocimiento.
La dialéctica, que él depuró hasta el virtuosismo y a la que tanto debe la racionalidad moderna desde la escolástica, sirve justamente para moverse en un mundo en que las cosas cambian y pueden ser así y todo lo contrario, de suerte que nuestro sabio políticamente incorrecto habría sin duda revisado sus argumentos en todos los saberes que cultivara, como por lo demás sabemos que hacía a menudo, y hasta sus convicciones más queridas, dado que a él se debe una razón de la democracia, la de que cuatro ojos ven más que dos. También sabemos que se aplicaba a sí mismo ese riguroso adagio de que hay que amar más la verdad que a los amigos, así que no nos cabe duda de que pocas personas habrían estado más a la altura de la historia que este sabio que sirve hoy de emblema de lo que no se debe pensar.
Pero no es sólo ese el uso histórico de Aristóteles para tiempos de encarnizadas guerras culturales como los que vivimos. Un joven medievalista ha levantado una polvareda tremenda rebuscando en las bibliotecas francesas y ese polvo fino de los libros ha caído en los ojos de los guardianes de la historia políticamente correcta, que tenían una versión muy excitante de la herencia cultural antigua, que pasaba por la mediación árabe. Aristóteles, cuya lectura se consideraba el parteaguas cultural de la historia medieval que abría el camino a la modernidad, sería una deuda más que Occidente tendría con el Islam, por hablar en un lenguaje que gusta mucho a quienes alían civilizaciones, y que tenía un pedigrí izquierdista en la genial obra de Bloch, cuyo interés no está en los detalles históricos precisamente.
Gougenheim, historiador concienzudo de la época más desconocida y más apasionante de la historia de Occidente, ha dicho en pocas páginas que esa pretendida deuda no existe: primero, porque la traducción al árabe no fue iniciativa de sabios musulmanes sino de eruditos cristianos de lengua siríaca; y, segundo, porque el descubrimiento de los textos del Estagirita no se debió a la retraducción del árabe al latín de los textos aristótélicos, aunque sólo sea porque había ya circulando traducciones independientes sin esa mediación, como atestiguan los documentos investigados en la biblioteca de la abadía de Saint-Michel.
En cualquier caso, es un hecho comprobable que la Política de Aristóteles no fue conocida en tierras del Islam por sus sabios más aficionados a la obra monumental del Estagirita, por otra parte una minoría en ocasiones no muy bien vista por sus correligionarios más ortodoxos. Tampoco pudieron conocer una obra como La República de los Atenienses, que hemos conocido a finales del siglo XIX por un milagroso descubrimiento en las arenas de Egipto. En ella se nos muestra una de las múltiples facetas de Aristóteles como historiador, porque es así como deberíamos llamarlo, historiador más que filósofo. Un historiador para quien esta actividad se desarrolla sobre todo prestando mucha atención a los detalles. Pues bien, tenemos la posibilidad de leer la historia de la experiencia democrática más extraña de toda la historia y medir sus muchos logros y sus abismales insuficiencias. Sabemos que esta obra era una más de una impresionante colección de ciento cuarenta constituciones de ciudades griegas y no griegas (incluía probablemente la de Cartago), perdidas lamentablemente y conocidas de manera fragmentaria.
La constitución de los atenienses es una muestra que nos hace lamentar el volumen de información perdida sobre las ideas y las formas políticas de una antigüedad que, como ha dicho uno de sus mejores conocedores, puede verse como uno de los laboratorios más impresionantes de experiencias políticas de la humanidad: hasta mil doscientas ciudades independientes o al menos autónomas en las que la participación de la ciudadanía es lo que se juega. Se han perdido, no sabemos si irremediablemente; pero, además de lo que nos deja conocer el papiro bendito de La República de los Atenienses, tenemos la Política, que no conocieron los árabes, aunque eso no les impidió tener esclavos y marginar a las mujeres. Los libros de la Política rebosan de informaciones para todos los gustos sobre las variedades diríamos que infinitas de gobernar, o mejor dicho de gobernarse, que suponemos, aprovechaban la información de esa investigación histórica de campo que miraba con curiosidad la política de griegos y bárbaros. Cierto que en esa Política se asegura que hay esclavos naturales, que las mujeres carecen de autoridad y que los bárbaros no saben gobernarse libremente, pero sabemos que todas ellas son opiniones que dialécticamente se modifican. Al menos no han impedido a autoras como Marta Nussbaum escribir libros donde la atención a las cosas que percibimos e imaginamos sigue la reflexión aristotélica sobre el movimiento de los animales, cuidadosamente observado.