En la Edad de Asentamiento ese sentimiento se percibe con claridad en España y el resto de Europa Occidental: sería precisamente una de las causas de la expansión protestante. Pero, aunque opuesto a los privilegios del clero, o de parte de él, ese anticlericalismo no tenía el carácter anticristiano o cristianófobo que llegó a adquirir a partir de la Ilustración. La consigna de Voltaire, tolerante do las haya, écrasez l’infâme, aplastad a la infame, es decir, a la Iglesia que había sostenido y desarrollado la cultura europea desde el fin de la Roma imperial, fue una idea históricamente nueva.
Para los anticristianos, esa religión, o cualquier otra, contrariaba a la razón y al progreso, y debía ser erradicada sin contemplaciones en cuanto se alcanzase la fuerza necesaria para ello. Su primer fruto fue la persecución organizada por la Revolución Francesa, que masacró a muchos miles de sacerdotes y de cristianos por el mero hecho de serlo, destruyó innumerables edificios religiosos –muchos de ellos de un valor artístico e histórico inestimable– y creyó estar fundando una nueva era cultural plena de libertad, igualdad y fraternidad sobre la ruina del cristianismo. En nombre, precisamente, de la libertad, la igualdad y la fraternidad se hicieron verdaderas hecatombes. Posteriormente, muchos de los republicanos franceses utilizaron el poder para intentar privar a la Iglesia de cualquier influencia o presencia pública, pretextando que la religión era una creencia particular cuya exposición fuera de la intimidad debía proscribirse.
Esas ideas provenientes de la Ilustración –de una parte de ella, no de toda– fueron adoptadas asimismo por los movimientos mesiánicos del siglo XIX, marxistas y anarquistas especialmente. Los dos resultados principales, en cuanto al cristianismo, fueron las matanzas y persecuciones en Rusia y España, aun peores en esta que en aquella. Otro episodio de crímenes en masa se produjo en Méjico, este de tinte masónico.
Naturalmente, decir que la Iglesia se oponía a la razón y a la libertad chocaba con bastantes hechos históricos bien conocidos, por lo que fue preciso establecer acusaciones concretas, inventadas en gran medida. La Iglesia era asimilada a una Inquisición ferozmente caricaturizada, a la superstición y el oscurantismo, y se le achacaron todo tipo de crímenes antiguos para justificar los modernos de sus perseguidores. El marxismo y el anarquismo calificaron a la Iglesia de servidora de los explotadores y embaucadora de los trabajadores, con lo cual su destino debía asimilarse al reservado a los burgueses en general, es decir, "el basurero de la historia".
Tienen interés estas acusaciones por lo mucho que han calado en España, también entre la derecha. Ya examiné en otra ocasión algunos dislates de Salvador de Madariaga, que, sin embargo, parte de una básica simpatía por las víctimas de la persecución religiosa. Así, la Iglesia española estaría intelectualmente anquilosada (era cierto en parte, pero solo en parte) y habría olvidado a "los pobres", a los obreros. Por ello se entendía que el proletariado hubiera optado por unos sindicatos y aceptado una propaganda antirreligiosa enconadísima. El tópico, repito, ha cuajado hasta en medios clericales progresistas. En la realidad, la Iglesia llevaba a cabo una obra asistencial, de instrucción profesional de hijos e hijas de trabajadores y campesinos, o de créditos en buenas condiciones, tanto más estimable en una época en que no existía seguridad social. Obra que jamás llevaron a cabo los sindicatos, al menos en la misma medida.
No es de extrañar que uno de los primeros objetivos por destruir para aquella izquierda, apenas comenzada la república, fueran los centros de enseñanza y formación profesional, y que la Constitución prohibiese al clero no solo la enseñanza, también la beneficencia (ahora mismo no cesan las insidias e imposiciones a la enseñanza concertada, pese a resultar menos costosa y más eficaz que la oficial). Estas medidas, combinadas con una virulentísima propaganda anticristiana, culminaron en una de las persecuciones más sangrientas que haya sufrido la Iglesia en toda su historia. Y no se trató solo de miles de asesinatos, a menudo con verdadero sadismo, sino del intento de borrar hasta el recuerdo de la herencia cristiana en el país.
La causa de la persecución, por tanto, no radica en abusos y privilegios, reales o supuestos, de la Iglesia, sino en una concepción de principio antagónica e irreconciliable con la moral y la significación cultural cristianas. El cristianismo debe desaparecer para abrir paso al reino de la libertad, el bienestar y la igualdad, especie de cielo en la tierra prometido por las doctrinas mesiánicas con más o menos pretensiones científicas.
Esa mentalidad no ha desaparecido. Por el contrario, en los últimos años está resurgiendo, fomentada por el gobierno de Rodríguez, cuyo odio a la cruz es bien palpable. La persecución llevada a cabo en la Guerra Civil entra en la categoría del genocidio, y sin embargo no observamos en quienes se consideran herederos del Frente Popular el más mínimo indicio de pesadumbre o condena por tales hechos. Por el contrario, han vuelto a la vieja propaganda anticristiana –utilizan también la proislámica– para ir creando de nuevo el clima turbio que llevó al crimen masivo y que el franquismo superó. Una propaganda, como siempre, basada en el embuste y la calumnia.
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