En el 75 estaban vivos y gozaban de excelente salud muchos de los protagonistas de la guerra. Los grandes políticos y militares, los Azaña, los Franco, los Yagüe, los Largo Caballero, habían muerto, sí, pero otros estaban en activo y con la memoria de lo que había ocurrido en perfecto estado de revista.
La voluntad era de reconciliación. Los jóvenes que habían prosperado con el régimen de Franco, gente como Suárez y sus penenes, no recordaban la guerra, pero querían equiparar España con países como Francia o Alemania, a los que les iba estupendamente. Para eso era necesario hacer hueco a los políticos izquierdistas de los dos exilios: el del interior y el del exterior. Los más mayores, los que sí que se acordaban de la guerra: Fraga, Areilza, Fernández de la Mora, López Rodó y compañía, querían seguir mandando, y sólo podrían hacerlo acometiendo la reforma fundamental que consistía en dar cabida a algunos de los enemigos acérrimos del franquismo.
Éstos manejaban un planteamiento semejante. Abandonada la fantasiosa idea de la ruptura y la proclamación –en la Puerta del Sol– de la III República, los más listos: González, Carrillo, Marcelino Camacho y por ahí seguido, supieron avenirse a razones. Tenían que reconocer al Rey, aprender a llevarse con los antiguos ministros de Franco y colocarse lo mejor posible para el trinque mediante el sistema de partidos a la alemana, el sindicalismo subvencionado y la descentralización autonómica, que Suárez y González pactaron para que todos tuviesen su cuota de poltrona... y de presupuesto.
Más que una transición fue, como acertadamente ha dicho Eslava Galán, una transacción. Yo cedo un poco, te entrego una butaca de platea en el Olimpo y tú te olvidas de la Semana Trágica, de la comuna de Asturias y de la huelga general revolucionaria. Todo salió a pedir de boca. Los dos bandos cumplieron. Cinco años después de morir Franco, a la Reserva Espiritual de Occidente no la conocía ni la madre que la parió, y todos estaban tan contentos... a excepción del contribuyente, que empezó a pagar impuestos como no lo había hecho desde tiempos del emperador Diocleciano.
Pero, entre tanta concordia y tanto abrazo, había un escollo. Los crímenes que ambos bandos habían perpetrado durante la Guerra y la represión franquista al concluir ésta seguían ahí, y varios matarifes y torturadores paseando tranquilamente por las calles, dando charlas y hasta escribiendo libros.
Había dos formas de afrontar tal problema. Una de ellas consistía en abrir un macroproceso por el que desfilase todo el que se hubiese manchado las manos de sangre en la guerra o después. Atractivo, por aquello de la venganza justiciera, pero poco práctico. Arias Navarro, que había sido presidente del Gobierno hasta el verano del 76, habría sido imputado por su, digamos, excesivo celo durante la inmediata posguerra en Málaga. En el otro lado, a Santiago Carrillo, a la sazón líder carismático del eurocomunismo, le hubiese caído una formidable condena por su responsabilidad directa en la matanza de Paracuellos. Como éstos habrían salido mil casos, acompañados de mucho llanto, orquesta fúnebre y espíritu de desquite. Y eso era precisamente lo que se quería evitar.
La otra opción era decretar una amnistía total. Los más interesados en ella eran los comunistas, que se sabían débiles y que, travestidos de Hermanitas de la Caridad, proclamaban su fe ciega en la reconciliación, el olvido y el perdón. Los que estaban en el machito no eran partidarios de una amnistía tan generosa: por un lado, sospechaban que, de un rebaño tan grande, iba a salir alguna oveja negra; por otro, no consideraban que la cosa fuese con ellos; y si a alguno le pesaba la conciencia, sabía que el Ejército estaba ahí para algo.
Al final, después de negociarlo duramente y de que tuvieran lugar las elecciones de junio del 77, entró en vigor la llamada "Ley 46/77, de 15 de octubre, de amnistía", en virtud de la cual quedaban amnistiados todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, cometidos antes del 15 de diciembre de 1976. La ley había sido un empeño muy personal de Santiago Carrillo, que llegó a afirmar en el Congreso de los Diputados que era necesario "superar definitivamente la división de los ciudadanos españoles en vencedores y vencidos de la Guerra Civil".
Marcelino Camacho fue más lejos, se puso sentimental e hilvanó un discurso, en el mismo sitio, en el que afirmó que la amnistía era lo único que podía "cerrar ese pasado de guerras civiles y cruzadas". Y añadió: "Los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Pedimos amnistía para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera estado nadie".
No eran los únicos. Los socialistas del entonces juvenil y contestatario Felipe González apoyaron sin reservas la ley en el Parlamento y allá donde tuvieron ocasión de hacerlo. Los nacionalistas vascos y catalanes, los únicos que había en aquellos tiempos preautonómicos, la acogieron con alborozo porque suponía el "olvido y superación de todo agravio pretérito". En Cataluña se acuñó incluso el eslogan "Llibertat, Amnistia, Estatut d'Autonomia", que los manifestantes callejeros repetían sin cesar, poseídos como monjes tibetanos tocando el gong: tuvo tanto éxito, que cualquier español, incluso los que no vivimos aquello, conocemos bien el soniquete sincopado de ese mantra.
La Ley de Amnistía, que Fraga apoyó a regañadientes y contra el parecer de su partido, fue un triunfo para la izquierda; tan fue así, que, unos días antes de su aprobación, Carrillo aseguraba a sus acólitos en un mitin que la intención de los comunistas era "hacer cruz y raya sobre la Guerra Civil de una vez para siempre". El secretario general del PCE ganaba mucho en ello. A partir de ese momento el fantasma de Paracuellos se esfumaba para siempre, y con él las almas en pena de los militantes comunistas purgados durante el exilio con el beneplácito de aquél y de la Pasionaria, que volvió a España sin más preocupación que la de escuchar el megahit del momento, una canción-homenaje que le había hecho Ana Belén.
La 46/77 se aprobó por mayoría aplastante, de consenso, casi búlgara: 296 votos a favor, 2 en contra, 18 abstenciones y 1 nulo. Acto seguido, los padres de la patria se levantaron e irrumpieron en una larga y sentida ovación. Al día siguiente, la norma apareció en el BOE y abandonaron las cárceles los presos políticos que aún quedaban en ellas, así como mucha morralla común que no tardaría en volver al mismo sitio.
Han pasado 33 años. Hasta ayer, cuando alguien se acordaba de aquello era para ensalzar el sentido de Estado que la izquierda tuvo en esa hora decisiva. Las cosas han cambiado. Las cuentas, al parecer, siguen pendientes.
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La voluntad era de reconciliación. Los jóvenes que habían prosperado con el régimen de Franco, gente como Suárez y sus penenes, no recordaban la guerra, pero querían equiparar España con países como Francia o Alemania, a los que les iba estupendamente. Para eso era necesario hacer hueco a los políticos izquierdistas de los dos exilios: el del interior y el del exterior. Los más mayores, los que sí que se acordaban de la guerra: Fraga, Areilza, Fernández de la Mora, López Rodó y compañía, querían seguir mandando, y sólo podrían hacerlo acometiendo la reforma fundamental que consistía en dar cabida a algunos de los enemigos acérrimos del franquismo.
Éstos manejaban un planteamiento semejante. Abandonada la fantasiosa idea de la ruptura y la proclamación –en la Puerta del Sol– de la III República, los más listos: González, Carrillo, Marcelino Camacho y por ahí seguido, supieron avenirse a razones. Tenían que reconocer al Rey, aprender a llevarse con los antiguos ministros de Franco y colocarse lo mejor posible para el trinque mediante el sistema de partidos a la alemana, el sindicalismo subvencionado y la descentralización autonómica, que Suárez y González pactaron para que todos tuviesen su cuota de poltrona... y de presupuesto.
Más que una transición fue, como acertadamente ha dicho Eslava Galán, una transacción. Yo cedo un poco, te entrego una butaca de platea en el Olimpo y tú te olvidas de la Semana Trágica, de la comuna de Asturias y de la huelga general revolucionaria. Todo salió a pedir de boca. Los dos bandos cumplieron. Cinco años después de morir Franco, a la Reserva Espiritual de Occidente no la conocía ni la madre que la parió, y todos estaban tan contentos... a excepción del contribuyente, que empezó a pagar impuestos como no lo había hecho desde tiempos del emperador Diocleciano.
Pero, entre tanta concordia y tanto abrazo, había un escollo. Los crímenes que ambos bandos habían perpetrado durante la Guerra y la represión franquista al concluir ésta seguían ahí, y varios matarifes y torturadores paseando tranquilamente por las calles, dando charlas y hasta escribiendo libros.
Había dos formas de afrontar tal problema. Una de ellas consistía en abrir un macroproceso por el que desfilase todo el que se hubiese manchado las manos de sangre en la guerra o después. Atractivo, por aquello de la venganza justiciera, pero poco práctico. Arias Navarro, que había sido presidente del Gobierno hasta el verano del 76, habría sido imputado por su, digamos, excesivo celo durante la inmediata posguerra en Málaga. En el otro lado, a Santiago Carrillo, a la sazón líder carismático del eurocomunismo, le hubiese caído una formidable condena por su responsabilidad directa en la matanza de Paracuellos. Como éstos habrían salido mil casos, acompañados de mucho llanto, orquesta fúnebre y espíritu de desquite. Y eso era precisamente lo que se quería evitar.
La otra opción era decretar una amnistía total. Los más interesados en ella eran los comunistas, que se sabían débiles y que, travestidos de Hermanitas de la Caridad, proclamaban su fe ciega en la reconciliación, el olvido y el perdón. Los que estaban en el machito no eran partidarios de una amnistía tan generosa: por un lado, sospechaban que, de un rebaño tan grande, iba a salir alguna oveja negra; por otro, no consideraban que la cosa fuese con ellos; y si a alguno le pesaba la conciencia, sabía que el Ejército estaba ahí para algo.
Al final, después de negociarlo duramente y de que tuvieran lugar las elecciones de junio del 77, entró en vigor la llamada "Ley 46/77, de 15 de octubre, de amnistía", en virtud de la cual quedaban amnistiados todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, cometidos antes del 15 de diciembre de 1976. La ley había sido un empeño muy personal de Santiago Carrillo, que llegó a afirmar en el Congreso de los Diputados que era necesario "superar definitivamente la división de los ciudadanos españoles en vencedores y vencidos de la Guerra Civil".
Marcelino Camacho fue más lejos, se puso sentimental e hilvanó un discurso, en el mismo sitio, en el que afirmó que la amnistía era lo único que podía "cerrar ese pasado de guerras civiles y cruzadas". Y añadió: "Los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Pedimos amnistía para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera estado nadie".
No eran los únicos. Los socialistas del entonces juvenil y contestatario Felipe González apoyaron sin reservas la ley en el Parlamento y allá donde tuvieron ocasión de hacerlo. Los nacionalistas vascos y catalanes, los únicos que había en aquellos tiempos preautonómicos, la acogieron con alborozo porque suponía el "olvido y superación de todo agravio pretérito". En Cataluña se acuñó incluso el eslogan "Llibertat, Amnistia, Estatut d'Autonomia", que los manifestantes callejeros repetían sin cesar, poseídos como monjes tibetanos tocando el gong: tuvo tanto éxito, que cualquier español, incluso los que no vivimos aquello, conocemos bien el soniquete sincopado de ese mantra.
La Ley de Amnistía, que Fraga apoyó a regañadientes y contra el parecer de su partido, fue un triunfo para la izquierda; tan fue así, que, unos días antes de su aprobación, Carrillo aseguraba a sus acólitos en un mitin que la intención de los comunistas era "hacer cruz y raya sobre la Guerra Civil de una vez para siempre". El secretario general del PCE ganaba mucho en ello. A partir de ese momento el fantasma de Paracuellos se esfumaba para siempre, y con él las almas en pena de los militantes comunistas purgados durante el exilio con el beneplácito de aquél y de la Pasionaria, que volvió a España sin más preocupación que la de escuchar el megahit del momento, una canción-homenaje que le había hecho Ana Belén.
La 46/77 se aprobó por mayoría aplastante, de consenso, casi búlgara: 296 votos a favor, 2 en contra, 18 abstenciones y 1 nulo. Acto seguido, los padres de la patria se levantaron e irrumpieron en una larga y sentida ovación. Al día siguiente, la norma apareció en el BOE y abandonaron las cárceles los presos políticos que aún quedaban en ellas, así como mucha morralla común que no tardaría en volver al mismo sitio.
Han pasado 33 años. Hasta ayer, cuando alguien se acordaba de aquello era para ensalzar el sentido de Estado que la izquierda tuvo en esa hora decisiva. Las cosas han cambiado. Las cuentas, al parecer, siguen pendientes.
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