Carlos Arias Navarro había desempeñado numerosos cargos en la Administración franquista, algunos importantísimos, como los de director general de Seguridad y alcalde de Madrid, cuando entró en el Gobierno del almirante Luis Carrero Blanco (junio de 1973) como ministro de Gobernación.
Según testimonios de políticos de aquellos años, la elección de Arias fue decisión personal de Franco. Y así se lo dijo el mismo Carrero a Arias cuando éste le agradeció su inclusión en el Gobierno. La preferencia de Franco, de su familia y de sus consejeros más íntimos fue el factor que permitió a Arias ascender a presidente del Gobierno después del asesinato de Carrero por ETA (diciembre de 1973), por delante de quien había ocupado la vicepresidencia, el catedrático Torcuato Fernández Miranda, y de otros políticos más experimentados, como Alejandro Rodríguez Valcárcel, José Antonio Girón, Gabriel Pita da Veiga y de los dos ex ministros que le acompañaron en la terna del Consejo del Reino: Federico Silva Muñoz y Gregorio López Bravo.
Pese a su fama de duro y hasta de despiadado, Arias encarnaba perfectamente a la clase política de la dictadura, donde el escalafón había sustituido a las ideas y la iniciativa: obediencia al superior, fidelidad proclamada al caudillo y aplicación de la legislación vigente.
El Gobierno de Arias se formó en enero; el anterior, que sólo tenía seis meses, fue deshecho por completo. Enseguida se vio que Carrero había acertado cuando se lo definió a Gonzalo Fernández de la Mora de la siguiente manera:
Parece muy enérgico pero no es hombre de criterio. Veo que usted le conoce poco.
Como provenía de los servicios secretos y policiales, Arias daba mucha importancia a los informes y los rumores, por lo que era fácilmente manipulable. Además tomaba medidas que luego anulaba. El Gobierno de Arias parecía un coche que tan pronto aceleraba como frenaba.
Una dimisión secreta
No era el hombre que el príncipe de España quería para dirigir su proyecto de reforma. Por un lado, había hecho la guerra –había nacido en 1908– y, por otro lado, se definía como republicano. Además, a mediados de noviembre de 1975 había planteado un ultimátum al príncipe. Con Franco enfermo y el sultán marroquí dirigiendo la Marcha Verde contra el Sáhara, Juan Carlos se reunió con los ministros militares a espaldas del presidente para enviar un mensaje al conde de Barcelona en el que se le instaba a aceptar la proclamación del nuevo rey. Arias se creyó borboneado y le presentó la dimisión, acompañada de unas palabras poco amables. El príncipe no tuvo más remedio que pedirle que siguiera en la presidencia. Cuando Juan Carlos fue proclamado rey, Arias volvió a ser designado presidente del Gobierno, con lo que disponía de un mandato de cinco años.
Pero el monarca empezaba a mover sus fichas: el 3 de diciembre Fernández-Miranda, arquitecto legal de la reforma, regresaba al poder como presidente del Consejo del Reino, el organismo encargado de elaborar las ternas para cargos de especial relevancia, como el de presidente del Gobierno; y el 11 de diciembre juraban ante el jefe del Estado los miembros del segundo Gobierno de Arias, entre los que figuraba el falangista Adolfo Suárez, aunque en el ministerio de menor rango, el del Movimiento Nacional.
El primer Gobierno del rey
En el Gobierno también entraban dos personajes que, según los enterados, ocuparían en poco tiempo la presidencia del Gobierno: Manuel Fraga como ministro de Gobernación y José María de Areilza, que había desempeñado cargos destacados en el franquismo hasta que en los años 60 se pasó a la causa juanista, la cual abandonó en cuanto se le ofreció el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Los meses siguientes fueron los más desordenados del posfranquismo hasta las vísperas del 23-F. Los ministros miraban por su futuro político, la economía se deterioraba; el PCE, Comisiones Obreras, los etarras y toda la extrema izquierda empezaban a ocupar las calles y a realizar huelgas, aumentaba la presión internacional... El Gobierno se encontraba bloqueado por el sector continuista del franquismo y la propuesta de ruptura de la oposición; ésta era poco numerosa, pero muy ruidosa, y además estaba amparada por París, Washington, Bonn y el Vaticano. En marzo murieron cinco personas en Vitoria por disparos de la Policía; en mayo, la procesión a Montejurra acabó a tiros y palos entre las ramas carlistas: hubo dos muertos y sospechas de participación de sectores del Estado... Y ETA asesinó a once personas entre enero y mayo.
Fraga elaboró una amplia propuesta de reforma constitucional cuyo hundimiento, como cuenta Pío Moa en La Transición de cristal,
se coció en el círculo más íntimo de Juan Carlos, formado por Torcuato y Adolfo Suárez. Éste, secretario general del Movimiento, oficiaba de celoso defensor de los principios y hombres más continuistas y contra los planes reformistas, no sabemos si por convicción o por táctica para desgastar a Arias y a Fraga. De hecho, Suárez seguía la batuta de Torcuato, que deseaba dirigir la reforma, por lo que su obstruccionismo debió de responder más bien a una táctica.
A principios de junio, el rey realizó un viaje oficial a Estados Unidos y habló ante el Congreso. En su discurso, al parecer elaborado conjuntamente con Areilza y de espaldas a Arias, prometió una monarquía democrática:
La Corona asegurará el acceso al poder de las distintas alternativas de Gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados.
La terna del Consejo del Reino
Y a partir de ese momento entró en juego Fernández-Miranda, ya que en su puesto de presidente del Consejo del Reino dirigiría la elaboración de la terna de candidatos a presidente, de donde el rey elegiría un nombre. Y tanto Fernández-Miranda como Juan Carlos sabían a quién querían. Tanto Fraga como Areilza se creían los elegidos. Se cuenta que el diario El País preparó un número especial para celebrar el nombramiento de Areilza.
El Consejo del Reino, manipulado por Fernández-Miranda a lo largo del 3 y el 4 de julio, incluyó a Suárez entre los candidatos, con 12 votos. Los otros dos puestos fueron para los mismos que habían aparecido en la terna de diciembre de 1973: Silva Muñoz (15 votos) y López Bravo (14 votos). A la salida de la sesión, Fernández-Miranda pronunció una frase célebre:
Llevo al Rey lo que me ha pedido.
Cohetes en Cebreros
La tarde del 4 de julio, el rey escogió a Adolfo Suárez, hombre maleable y de su generación. Armando Marchante escribió (Razón Española, nº 156) que Suárez le dijo lo siguiente a mediados de 1975, cuando su carrera política parecía acabada tras la muerte de su protector, Fernando Herrero Tejedor:
Yo quiero ser ministro; donde sea, con quien sea y para lo que sea. Todo lo demás no me interesa.
El nombramiento se celebró con cohetes en Cebreros, el pueblo natal de Suárez.
Salvo para mucha gente en el Movimiento, la sorpresa fue absoluta. Días después, El País publicó un reportaje en el que aseguraba que Suárez era una marioneta del bunker y del Opus Dei impuesta a la Corona. Francisco Umbral lo expresó con ironía en su columna:
Había que liquidar el postfranquismo, cambiar la cosa, a ver si me entiendes. Y entonces han puesto a un falangista.
Después del nombramiento de Suárez, los acontecimientos se aceleraron: en menos de un año se celebraron elecciones con todos los partidos –incluso los que tenían un pasado terrorista, como ERC y el PCE– legalizados.
En octubre, el Consejo Nacional del Movimiento, institución guardiana del régimen, aprobó el proyecto de Ley para la Reforma Política, que permitía elecciones multipartidistas. En noviembre, dos días antes del primer aniversario del fallecimiento del caudillo, lo hicieron las Cortes del franquismo. En diciembre, el pueblo español refrendó la ley por una mayoría abrumadora. En abril de 1977 se legalizó el PCE. En junio se eligieron Cortes ordinarias, con la victoria del partido centrista montado por Suárez y su círculo. Y en julio, en su discurso de apertura de la legislatura, el rey encargó a los parlamentarios la elaboración de una Constitución que sustituyese a las Leyes Fundamentales.