La actual y más popularizada (edades Antigua, Media, Moderna y Contemporánea) tiene tres defectos evidentes. En primer lugar, solo es aplicable a la evolución europea (aunque a veces se emplea con carácter general). En segundo lugar, es finalista, pinta las edades como una sucesión hacia la plenitud de los tiempos, alcanzada en la época de Cellarius, aunque él solo llegaba a la Edad Moderna, la modernidad, concepto que sigue vigente hoy en el mismo sentido de plenitud con respecto al pasado. Naturalmente, fue necesario inventar una edad posterior a la Moderna, nombrada Contemporánea; la que venga a continuación habrá que llamarla Poscontemporánea (!), supongo. En tercer lugar, la propia nomenclatura es ridícula. Todas las edades son antiguas, medias, modernas o contemporáneas, según el punto de vista. Tiene la ventaja de que permite una fácil adjetivación, aunque genera equívocos. Así, con la expresión historia medieval no queda claro si nos referimos a la que se hacía en el medievo o a la que se hace hoy sobre él.
En mi libro, aceptando que solo podríamos establecer una nomenclatura adaptada a Europa, he propuesto otra descriptiva y no finalista: Formación, Supervivencia, Asentamiento, Expansión y Apogeo, a la que podría añadirse, desde el final de la II Guerra Mundial, una sexta de Decadencia, si la evidente decadencia cultural europea desde esas fechas se mantiene largo tiempo, aunque resulte demasiado pronto para afirmarlo. Tiene el inconveniente de resultar poco ágil de expresión. Así, si estudios modernos es una expresión sencilla, transformarla en estudios sobre la edad de expansión resulta algo torpe, y sonaría raro la de estudios expansivos, o expansionales, o cosa por el estilo.
Pero, al margen de estas dificultades o de propuestas más refinadas, me gustaría exponer la razón de esta nueva denominación: me parece indudable que la cultura europea se forma sobre la victoria de Roma sobre Cartago. Ello salta a la vista para los países latinos, pero, aunque algo más indirectamente, también para el resto. Roma significa cultura grecolatina y cristianismo, y será ella la que permita su posterior supervivencia en tiempos agitadísimos, con capacidad para expandirse hacia el norte y el este del continente.
Durante la Edad de Supervivencia, entre la caída de Roma y el siglo XI, la civilización con la que hoy nos identificamos no estuvo lejos de convertirse en objeto para arqueólogos, como ha ocurrido con tantas otras, e impedir tal destino supuso un esfuerzo gigantesco por parte, sobre todo, de la Iglesia. Por ello solo revela un espíritu bárbaro el desdén con que a menudo se trata aquella época, como oscurantista y brutal. Por el contrario, resulta fascinante la combinación de invasiones y guerras anárquicas con las empresas civilizadoras en circunstancias tan difíciles, en las que los monasterios desempeñaron un papel crucial como centros religiosos, culturales, económicos (difusores de técnicas agrícolas y favorecedores del comercio) y de asistencia social. Por eso podría llamarse a aquel tiempo Edad de los Monasterios. Sin aquel tremendo y hoy absurdamente desdeñado esfuerzo, la evolución de Europa habría sido muy diferente, y acaso no podría hablarse hoy de civilización europea.
La denodada lucha por la supervivencia asentó las bases de la siguiente etapa, en la que ya la civilización europea destaca sobre muchas otras: la edad del románico y el gótico, de las universidades y la escolástica, en que la cultura europea se despliega con brillantez, en contraste con el progresivo estancamiento de su mayor enemiga de entonces, la islámica. Todavía hubo el peligro extremo de las asoladoras invasiones mongolas, de las que quizá la salvó uno de tantos imponderables de apariencia anecdótica como se dan en la historia.
Por alguna razón, la Edad de Expansión, que significó también el conocimiento del mundo, comenzó por la Península Ibérica y dio a España su época de mayor poder e influencia cultural, política y militar. Un camino que seguirían después Inglaterra y Francia y que preparó la etapa de Apogeo, de incuestionable superioridad política y militar sobre el resto del mundo, basada a su vez en una completa superioridad científica y técnica. De la cual España quedó en gran medida descolgada, razón por la que el apogeo de Europa coincide para nosotros con una prolongada decadencia, en comparación con el período anterior y con el pequeño grupo de países europeos más potentes, que marcan la línea en todo el mundo. España alcanzará su mayor postración en el siglo XIX, por causas que en este breve resumen no vienen al caso.
La expansión y apogeo de Europa coinciden con la europeización de América, un fenómeno que no ocurre en África ni en Asia, o solo en proporción muy inferior, y que permite, sobre todo a través de Usa, el mantenimiento de una potencia cultural de origen europeo predominante en el mundo.
Desde mediados del siglo XX, sin embargo, Europa entra en declive, que puede ser prolongado o no. Quizá muchas ideas y muchos rasgos culturales estén agotándose y surgiendo otros nuevos, en la misma Europa o en otras zonas del mundo que emergen económicamente con fuerza inesperada.
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