Para los nacionalistas cristianos, primero está su patria, real o inventada, y luego su religión. Si son capaces de poner ésta por delante de aquélla, ya no son nacionalistas. Los catalanistas que se apellidan católicos se han comportado de esa manera, con el resultado de que su región es uno de los lugares más descristianizados de Europa. Se ha llegado al punto de que a algún miembro relevante del clero catalán le molesta que se hable de la beatificación del arquitecto Antonio Gaudí.
Después de la guerra de 1936-39, y de la persecución de los católicos, los fieles y el clero de toda España estaban con el régimen del general Franco. Sólo unos pocos laicos supervivientes del catalanismo de la Lliga mantenían sus ideas políticas, y recibían el amparo de un puñado de sacerdotes que no habían escarmentado.
Las ternas del nuncio Dadaglio
En los años 60 la situación empezó a cambiar. Pablo VI apostó por desenganchar a la Iglesia del régimen y el Concilio Vaticano II promovió la libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el Estado como dos entes distintos. Los nuevos vientos soplaron con tal fuerza que muchos (no es una errata, amigo corrector) veletas giraron y giraron hasta descubrir adónde debían apuntar. El benedictino Aureli María Escarré, abad de Montserrat, pasó de ser amigo y anfitrión de Franco a defensor de la cultura catalana perseguida por la dictadura.
El principal mecanismo al que recurrió Roma para modificar la orientación de la Iglesia española fue el nombramiento de obispos. Desde 1967, quien negociaba las ternas de candidatos con el Gobierno era el nuncio Luigi Dadaglio. Aparte de conseguir nombramientos como el de monseñor Vicente Enrique y Tarancón como arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal Española y el de José María Setién en 1972 como obispo auxiliar de San Sebastián, Dadaglio se encargó de que todos los obispos de Cataluña fuesen catalanes catalanistas. El catalanismo clerical ganaba batallas, la más importante de las cuales fue la campaña Volem Bisbes Catalans contra el nombramiento como arzobispo de Barcelona de monseñor Marcelo González Martín.
En 1978 murió Pablo VI, y tras el pontificado de un mes de duración de Juan Pablo I el cónclave eligió a Juan Pablo II. El interés por contar con el respaldo del polaco en la promoción de una nación sin Estado hizo que Pujol, presidente de la Generalidad desde 1980, viajase a Roma en enero de 1981 para presentarle dos asuntos: la visita a Montserrat dentro de su viaje oficial a España y la demanda de que los obispos de las diócesis catalanas siguiesen siendo catalanes nacionalistas.
"Este hombre no nos quiere"
La primera decepción con Juan Pablo II se produjo con la visita de éste a España en octubre y noviembre de 1982. Tanto Pujol como su esposa, Marta Ferrusola, lo notaron distante en Montserrat. Así lo ha contado el expresidente autonómico en sus memorias y en varias entrevistas relacionadas con éstas:
Lo esperamos en medio de la lluvia en la explanada de Montserrat. Llega tres horas tarde porque llueve y hay mucha niebla, y tiene que venir en coche en lugar de en helicóptero. La gente muerta de frío. Un desastre. Y entonces, lo saludé, le entregué unos obsequios y mi mujer y yo le hablamos durante tres minutos. Cuando entrábamos en la basílica, Marta me dijo llorando: "Este hombre no nos entiende. Este hombre no nos quiere" (ABC).
Yo tengo dos puntales desde joven: el catalanismo y el cristianismo. Valoro las alegrías que me proporcionan y me duelen los desencantos. Y de Juan Pablo II me dolió su frialdad. Sé cuándo te escuchan y les interesa. Y él, como cristiano y como huésped de un país en circunstancias dramáticas, tenía la obligación de interesarse o, al menos, de hacerlo ver. (...) Yo soy un soldado del ejército derrotado del cardenal Montini [Pablo VI]. Un ejército del centro, que es el espacio donde siempre he intentado estar en la fe y en la política. En ese espacio estamos pocos, ¿eh? El sector conservador aprieta y el radical introduce una gran desorientación. Hay que salir de ésta (El Periódico de Cataluña).
Juan Pablo II, que recibió el título de doctor con una tesis sobre el español San Juan de la Cruz, no simpatizaba con los nacionalismos y se opuso a sus planes, aunque realizara algunos nombramientos muy discutibles, sin duda debidos a las ternas presentadas por los nuncios.
Uno de los objetivos del catalanismo clerical era conseguir una conferencia episcopal catalana, como el vasquismo clerical trataba de organizar una región eclesiástica con las diócesis de Bilbao y Vitoria, dependientes del arzobispado de Burgos, y las de San Sebastián y Pamplona, agrupadas en el arzobispado con el nombre de esta última, mediante cartas pastorales conjuntas y reuniones de los obispos.
Entre los dolores de los catalanistas católicos destaca que el Papa no empleara la lengua catalana en sus mensajes a los fieles con motivo de las grandes festividades de la Iglesia.
La solución valenciana
Cuando en Roma se comprendió el fracaso inmenso de los catalanistas católicos, que además abanderaron el progresismo eclesiástico (destrucción de la liturgia, teología revolucionaria, erradicación de la espiritualidad, desmantelamiento de los colegios y las órdenes...), se recurrió a la solución valenciana: ya que los nacionalistas no aceptarían obispos aragoneses o castellanos o andaluces, pónganse obispos de confianza valencianos.
Y así, cuando se retiró Narcís Jubany llegó a Barcelona, en 1990, Ricard Maria Carles. A diferencia de las groserías que del exjesuita Javier Arzallus tuvo que escuchar Ricardo Blázquez cuando fue a Bilbao en 1995, Pujol se comportó, al menos en público, con elegancia: "Un obispo de Valencia es corno si fuera un obispo catalán", dijo.
En su pontificado, Carles quedó en medio: ni desmontó por completo el aparato catalanista-progresista ni se entregó a éste, lo que ya bastó para que lo trataran como enemigo. En 2001 presentó su renuncia por razón de edad, que Juan Pablo II le aceptó tres años más tarde, plazo que también molestó a los catalanistas. Pujol trató de influir en la elección del sucesor y en octubre de 2003, poco antes de abandonar la presidencia de la Generalidad, escribió una carta al cardenal Giovanni Battista Re en la que pedía un arzobispo no sólo catalán sino catalanista:
Un pastor que conozca la diócesis y también su problemática y la de Cataluña. Otro obispo de fuera de Cataluña, teniendo en cuenta que el actual obispo de Tortosa es valenciano, no sería lo aconsejable.
En junio de 2004 el Vaticano nombró al arzobispo de Tarragona, Lluís Martínez Sistach, que ha dejado que en la diócesis sigan mandando los mismos que la han arruinado espiritualmente y ha empleado en el arzobispado a numerosos políticos profesionales de CiU desplazados en 2003, cuando el PSC, ERC e ICV se hicieron con la Generalidad.
La división de la diócesis de Barcelona, imperdonable
La mayor afrenta causada por Juan Pablo II y no perdonada por este sector es la erección de dos nuevas diócesis en Cataluña. Así, en 1995 se crearon las diócesis de San Félix de Llobregat y Tarrasa con territorios desgajados de la de Barcelona.
El sacerdote Joan Bada tuvo el mal gusto de reprochárselo a Juan Pablo II en un artículo publicado en La Vanguardia al día siguiente del fallecimiento del Papa polaco, en 2005:
El más grave desencuentro y de imprevisible alcance es la ruptura de la unidad pastoral de Cataluña con la creación de la provincia eclesiástica de Barcelona, formada por los restos de la diócesis de Barcelona y la creación de los obispados de Terrassa y Sant Feliu de Llobregat.
En la espléndida web de Germinans Germinabit, constituida por sacerdotes y laicos catalanes que rechazan tanto el progresismo eclesiástico como la consigna de que la Iglesia en Cataluña debe ser catalanista, uno de sus miembros publicó esta anécdota:
Corre una leyenda que he oído por diversas fuentes, según la cual Pujol envió a sus obispos catalanes fieles y a algunos de sus lacayos en Roma (del estilo Padre Benítez) para convencer a Juan Pablo II para que felicitara la Pascua en catalán (además de los otros muchos idiomas en que lo hacía). El gran Papa polaco respondió algo así: "Llénenme sus seminarios de seminaristas y sus parroquias de fieles, conviertan a la Iglesia catalana en un orgullo para la catolicidad y yo entonces felicitaré la Pascua en catalán".
Por ahora, el único seminario que cumple esa condición es el de Tarrasa, cuyo obispo es Josep Àngel Sáiz Meneses, otra de las bestias negras de los pocos catalanistas que todavía van a misa: le apodan el Toledano, el mismo epíteto que usaba Sabino Arana contra los obispos y curas que no bendecían el abertzalismo.