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Gonzalo Altozano

Ignacio Echeverría y la muerte de los héroes

Ignacio, Álvaro y Gonzalo nos pertenecen a todos, por más que la mayoría, tan del montón, no nos parezcamos a ellos.

Ignacio, Álvaro y Gonzalo nos pertenecen a todos, por más que la mayoría, tan del montón, no nos parezcamos a ellos.
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Ese, La muerte de los héroes, es el último título de Carlos García Gual, editado por Turner con el cuidado con el que suele. En el libro, el profesor García Gual analiza la muerte de una serie de héroes de la antigüedad clásica. O sea, que no profetiza la desaparición en nuestro tiempo de un arquetipo –el héroe– como otros autores profetizaron en su momento el fin de la historia o el crepúsculo de las ideologías, con escaso éxito, a lo que se ve. Hablar del final del heroísmo hubiese sido un error impropio de un sabio, Carlos García Gual, cuya cabeza debiera declararse bien de interés cultural o algo por el estilo. Y hubiese sido un error, y de los inmensos, pues la realidad más reciente se habría encargado de demostrarle cuán erróneos sus planteamientos eran. Porque no solo siguen habitando héroes entre nosotros, sino que hay días incluso, y noches también, en los que se nos mueren o nos los matan.

Un valor a prueba de suposiciones

El último del que hemos tenemos noticia ha sido Ignacio Echeverría, el español expatriado en Londres que perdió la vida por salvar la de una chica que estaba a punto de ser acuchillada por unos islamistas. De Ignacio sabemos que tenía 39 años, que era licenciado en Derecho por la Complu y máster en la Sorbona, que hablaba cuatro idiomas, que tenía un buen puesto en la City (analista de prevención de blanqueo en HSBC), que iba los domingos a misa, que se aficionó al skate en Las Rozas y al surf en Comillas, y que había logrado una de las pocas cosas serias a las que puede aspirar un hombre en esta vida: ser el tío favorito de sus sobrinos. Lo que no sé es si solo me ha pasado a mí o hay alguien por ahí también al que la muerte de Ignacio le ha traído a la cabeza la de Álvaro Iglesias y la de otro Iglesias, Gonzalo, nada que ver con el anterior, salvo un valor más allá de toda suposición.

Fuego en la calle Carranza

Álvaro Iglesias fue el estudiante de Marketing que una noche de abril de 1982, y alertado por el humo que salía del número 7 de la calle Carranza, no dudó en aparcar su moto en la acera y entrar en el edificio en llamas, de donde lograría rescatar a tres personas, con las que nunca antes se había cruzado; la cuarta ya no pudo ser, pues sería nuestro Álvaro el que moriría pasto de las llamas. Su arrojo emocionó a la ciudad de Madrid, que le concedió su primera Medalla de Oro, además de honrar su memoria con un busto en el Parque de Berlín y una calle y un albergue juvenil con su nombre en Navacerrada, localidad a la que él, sus cinco hermanos y sus padres tan vinculados estaban.

La muerte a la salida Pachá

Casi veinticinco años después, una noche de verano de 2006, y no muy lejos de donde sucedió el incendio fatal aquel, un joven salía a las tantas con unos amigos de una discoteca, Pachá, en la calle Barceló. A Gonzalo Iglesias no le importó no conocer de nada a la chica a la que estaban atracando en el parque de enfrente, el de Tribunal, ni que el tío del cuchillo fuera un peligro público varias veces fichado por la Policía. Lo cierto es que no se lo pensó dos veces y salió en defensa de la joven. Aquella misma madrugada, sobre la fría mesa de un hospital, Gonzalo, el mismo que se llevaba a las chicas de calle, cuentan, y que estudiaba para ser piloto, rendía para siempre su vida; a cambio, nacía la leyenda de su hazaña y de su ejemplo.

Vidas paralelas

Es curioso, pero tanto Ignacio como Gonzalo como Álvaro eran de Madrid, bien de nacimiento, bien de adopción, y a los tres la muerte les salió al paso con unas vacaciones en proyecto (a los dos primeros las de verano, al tercero las de Semana Santa). Un paralelismo de mayor envergadura es que en sus particulares noches de autos, las mismas de las que tuvimos noticia por las crónicas de sucesos, ninguno de los tres salió de casa buscando bronca con la fatalidad, sino que se dieron de bruces con ella. No dudaron, eso sí, en arriesgar –y perder– sus vidas por unos perfectos desconocidos, poniendo fin a unos porvenires que se adivinaban prometedores, y eso que nadie les hubiera echado en cara nunca pasar de largo, mirar hacia otro lado. De los que les conocieron, a ninguno extrañó lo más mínimo su actitud, como si de alguna manera toda su vida hubiera sido una preparación para afrontar con honores el desenlace final.

La nación, agradecida

Pertenecían, por cierto, Ignacio, Álvaro y Gonzalo, a eso que ha dado en llamarse clase media alta. Y con esto no se pretende ni se insinúa una sociología del heroísmo, como aquello de que Inglaterra ganó todas sus guerras en los campos de deportes de Eaton. Lo que no quita para que su carácter y, por tanto, su destino, el de los tres, estuviesen marcados por el ambiente, su ambiente, esa cosa hecha de familia, colegios, amigos y por ahí. Pero, insisto, no se trata de una estúpida reivindicación de clase, pues Ignacio, Álvaro y Gonzalo nos pertenecen a todos, por más que la mayoría, tan del montón, no nos parezcamos a ellos. Poco importa esto, en fin, para contarlos entre los mejores de los nuestros, compatriotas de los que poder presumir por el mundo. Y a la espera de un cronista con la hechuras de un Homero que nos cante el cantar de gesta de los tres, y de tantísimos como ellos tres, cójanse todos los textos de homenaje, recientes y no, y guárdense en carpetas con el siguiente texto escrito a rotulador: "A Ignacio, Álvaro y Gonzalo". Y debajo: "La nación, agradecida".

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