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Gonzalo Altozano

El héroe no es Eguiguren, es el duque de Ahumada

Ahora que la banda se ha disuelto, toca desempolvar los atestados y los informes de la Guardia Civil y contar las cosas como fueron, no sea que la historia la reescriban otros.

Ahora que la banda se ha disuelto, toca desempolvar los atestados y los informes de la Guardia Civil y contar las cosas como fueron, no sea que la historia la reescriban otros.

Que la Guardia Civil solo obedecía órdenes del duque de Ahumada, eso fue lo que Eguiguren les dijo a los etarras durante una de sus muchas conversaciones, según consta en las actas de la banda. Balbuceaba así el siempre siniestro líder de los socialistas vascos una explicación al hecho de que los de verde siguieran cazando terroristas como moscas, indiferentes a la negociación en curso.

Sin pretenderlo, ni muchísimo menos, Eguiguren acababa de improvisar uno de los mejores elogios nunca hechos al instituto armado, pues qué mayor honor para cualquiera de sus miembros, los de ahora y los de siempre, que observar a pies juntillas los mandatos de su fundador. Que no otra cosa hizo la Guardia Civil en sus cincuenta años de lucha contra ETA, con pequeñas salvedades que aquí no reseñaremos, por no elevar la excepción a categoría de regla. La norma, más bien, fue que los efectivos destacados en primera línea se mantuvieron serenos en el peligro, siendo pronóstico feliz para el afligido y temidos solo por los malhechores, tal como reza su cartilla. ¡Ah! Y contra toda esperanza.

Porque hubo un tiempo –finales de los sesenta, década de los setenta, comienzos de los ochenta– en que el brillo acharolado de los tricornios era el reclamo moviente con que los descarriados hijos de Sabino Arana hacían ejercicios de tiro. Eran los años en que la política antiterrorista de Madrid en Vascogandas se reducía o casi a sacar a toda prisa los ataúdes por la puerta de atrás de hospitales y de iglesias, lo que obligaba a los uniformados y a sus familias a vivir replegados en las casas cuartel, con enorme carestía de medios, cercados siempre por los sioux y los pieles roja.

La cosa cambió cuando la Guardia Civil decide recuperar el terreno perdido y tomar la iniciativa. Le iba mucho en ello: la propia supervivencia de sus hombres, eso por supuesto, pero también el cumplimiento del deber, resumido en que España siguiera siendo España. La tarea, ciertamente hercúlea, no fue de un día para otro, sino que llevó años. Nada hubiera sido posible sin un valor físico a prueba de bombas (y no es, no, ni chiste malo ni frase hecha), combinado con la inteligencia en el análisis de la información, así como una dedicación por encima de toda posibilidad y una camaradería fuera de todo entendimiento, supletorias una y otra de la falta de medios.

Es entonces que cambian las reglas del juego, pasando la Guardia Civil de blanco fácil a sombra acechante de la banda, que va acusando golpe tras golpe, algunos espectaculares: Sokoa, Bidart, Ortega Lara, Operación Santuario… Y a pesar de que la propia ETA reconocía en sus papeles internos que el Instituto Armado la estaba llevando al límite, en su discurso público vendía que la acción policial era ineficaz, mercancía averiada que se apresuraron a comprar los más tontos de los tontos, esto es, los tontos del diálogo.

Por eso, ahora que la banda se ha disuelto, toca desempolvar los atestados y los informes de la Guardia Civil y contar las cosas como fueron, no sea que la historia la reescriban otros, por ejemplo Roures en sus teleprompters, atribuyendo el papel de héroe a un homúnculo, a un cuá-cuá, a un aguerrido cobarde cuya idea más acabada del valor fue agarrar un día por el mango un paraguas y atizar con él a una pobre mujer indefensa.

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