No es casualidad que el estreno de Hugo, el último filme de Martin Scorsese, coincida con la agonía del celuloide a causa de la imparable revolución digital. Antes de que comenzara la cinta, mi hermano, que es director de fotografía, me comentaba que en cuestión de uno o dos años sencillamente desaparecerán los rollos inflamables de película que durante décadas albergaron en nitrato de celulosa las historias que desde la gran pantalla marcaron nuestras vidas.
Tampoco es obra del azar que el libro en el que se inspira esta nueva aventura cinematográfica del gran Scorsese, cuyo título es The invention of Hugo Cabret, es obra de Brian Selznick, primo del mítico productor de Lo que el viento se llevó, símbolo de la monumentalidad del cine de antaño.
De todos los cineastas que conforman la prodigiosa generación de la que despuntaron Francis Ford Coppola, Steven Spielberg y George Lucas, la filmografía de Scorsese es la que más claramente se desarrolla como un homenaje continuo a la grandeza del séptimo arte. El italoamericano criado en las calles de Nueva York bebió del neorrealismo de los de Sica y Rossellini, pero también del glamoroso Hollywood. Y así, en su prolífico ejercicio de estilos, Scorsese nos ha regalado Taxi Driver, Raging Bull, Alice doesn't live here o Goodfellas, sin olvidar ambiciosas producciones musicales como New York, New York o The Last Waltz.
Ahora, con Oscars, multitud de premios en su haber y el peso de una dilatada trayectoria que comenzó con la naturalista Mean Streets en los años setenta, Scorsese rinde homenaje a los pioneros del cine que lo impactaron en su juventud; y lo hace a través del relato aparentemente infantil de Hugo, un huérfano en el París dickensiano de principios del siglo pasado, cuya fascinación por los inventos y las maquinas lo lleva a descubrir a un director olvidado, Georges Miélès, cuyos cortos, precursores del género de ciencia ficción, todavía hoy impresionan por su ingenio y recursos en una época en la que los efectos especiales no podían vislumbrarse en el decorado naïf de cartón piedra. Eran los tiempos de los hermanos Lumiére y su reflejo de la vida cotidiana a la salida de las fábricas o la llegada del tren. Los primeros pasos de Charlie Chaplin, Harold Lloyd, Buster Keaton. El cine incipiente y fresco que hipnotizaba a una audiencia secuestrada por la magia de aquellas imágenes en movimiento y silentes. Todo lo que ocurrió a partir del nacimiento de la cámara y el celuloide es, como dijo Próspero en La Tempestad de Shakespeare, the stuff that dreams are made of. Frase que repitió Humphrey Bogart en El Halcón Maltés.
Con una profundidad y un sentimiento de nostalgia que despiden el aroma de las madeleines de Proust, Hugo bucea mucho más hondo que la bonita y ligera The Artist, otra reverencia al cine mudo que este año ha cautivado al público por su vistoso envoltorio. A pesar de que su presentación es la de un cuento para niños y a propósito Scorsese realza la sensación de irrealidad para llevarnos hasta el corazón de las quimeras que produce la imaginación, un velo oscuro tamiza la abigarrada tramoya de la estación de trenes de Montparnasse, donde Hugo sobrevive a las penurias de un chiquillo abandonado. Sólo el cine y la perfecta maquinaria de las invenciones que su desaparecido padre le enseñó a manipular lo liberan de la tristeza de su precaria existencia.
El director que se atrevió con la turbia mirada de Robert de Niro encarnando al enajenado Travis Bickle, nunca se habría limitado a obsequiarnos un amable cuento de Navidad. Es verdad que Hugo tiene un final feliz, pero la trama transcurre con el melancólico halo que siempre tienen las despedidas. El adiós a la infancia y a la protección de los padres. El adiós a un tiempo que se fue, el del cine como lo conocimos hoy y ayer. Porque si en este siglo XXI pronto desaparecerá el celuloide, en el París de principios del XX un genio como Georges Miélès vivía la amargura de ser un olvidado entre los pioneros del cinematógrafo.
Martin Scorsese no se ha limitado a ser un director con una obra monumental. Su misión, también, es la de rescatar y preservar la memoria del cine que nos enseñó a soñar en celuloide.