Desde que el periodista británico Christopher Hitchens falleciera el pasado 15 de diciembre no han cesado los obituarios laudatorios, pero también han llovido las crónicas firmadas por sus detractores.
Si Hitchens hubiese creído que hay vida después de la muerte, estaría sonriendo desde el más allá porque, una vez más, logró lo que siempre persiguió: su vida y su obra a nadie han dejado indiferente. Lo cierto es que este ateo confeso, cuyo libro más vendido ha sido Dios no es bueno, ni siquiera cuando ya estaba desahuciado por un cáncer de esófago admitió la posibilidad de que pudiera existir un ser superior que vela por los mortales. Incluso en el lecho de muerte reforzó su ateísmo militante, con la consiguiente irritación de quienes lo acusaban de ser un provocador en busca de la polémica de turno.
No les falta razón a sus críticos acérrimos. Hitchens era un periodista fogueado en las guerras y un corresponsal metido en avisperos políticos, pero su vocación era la del polemista, dispuesto a librar toda clase de duelos dialécticos desde la tribuna. Y de estas trifulcas hizo un arte con la agilidad y del mejor boxeador. Comenzó a practicar el sparring de las ideas durante sus años de formación en la elitista Oxford, donde coincidió con quienes luego serían los más sobresaliente escritores de su generación: Martin Amis, Ian McEwan, Julian Barnes y James Fenton. De aquella época de farras que luego serían una constante en su vida, Hitchens forjó amistades duraderas que sobrevivieron a las diferencias filosóficas e ideológicas que devinieron con el tiempo.
Porque si bien en su juventud Christopher Hitchens fue un hijo del Mayo del 68, embarcado en el delirio maoísta y la seducción de revoluciones como la cubana, su carácter rebelde lo llevó a cuestionarlo todo. Para entender la trayectoria de este complejo pensador, es imprescindible la lectura de sus deliciosas memorias, Hitch-22, en las que cuenta su decepción con el régimen castrista durante una visita a Cuba como voluntario en un campo de trabajo. A los veinte años, no había doctrina comunista que frenara sus gustos sibaritas y sus ansias de juerga. Cuando al joven Hitchens la policía política le prohibió salir a sus anchas, muy pronto comprendió que ese supuesto paraíso socialista en realidad era una inmensa cárcel.
Pero el desencanto de Hitchens con la ortodoxia izquierdista no significó, ni mucho menos, que se entregaba sin reservas a las comodidades del establishment. Tampoco emuló a Pablo de Tarso en una suerte de revelación divina. Todo lo contrario. Le dedicó un libro a Henry Kissinger responsabilizándolo de crímenes de guerra, se resistió a los encantos de un político seductor como Bill Clinton llamándole mentiroso patológico y renegó del proselitismo religioso de una figura como la Madre Teresa de Calcuta. Enemigo de los dogmas sin el sustento de la razón, lo único que Hitchens compartía con Marx era su convencimiento de que la religión es el opio del pueblo.
En sus constantes batallas desde las páginas de opinión y los debates políticos, para Christopher Hitchens los atentados del 11-S representaron un punto de inflexión que lo situó en la cruzada de la defensa de los valores de Occidente frente a lo que él denominaba el Islamofascismo. Persuadido de que había que combatir el avance del radicalismo religioso, para disgusto de los círculos intelectuales en los que se movía, se alineó con la política de Bush y apoyó la Guerra de Irak. De nuevo, indignado por la intolerancia de los credos religiosos, defendió a su amigo, el autor Salman Rushdie, cuando éste fue víctima de una fatwa por parte de fundamentalistas que lo acusaban de haber ofendido las enseñanzas del Corán.
Hay periodistas cuyo hábitat natural es el de las trincheras y ése era el caso de Hitchens. Cuando comenzó a escribir sus memorias ya era consciente de que tenía los días contados y, con su franqueza habitual, en sus páginas nos regaló la intensidad de sus vivencias y sus vastos conocimientos. Asimismo, por una vez nos permitió asomarnos a sus reflexiones más íntimas. Sobresalen los recuerdos en torno a su enigmática madre, quien, hasta su muerte, ocultó que era judía. Una mujer que, después de abandonar a su esposo, consumó un pacto suicida con un misterioso amante en un hotel en Grecia. A lo largo de los años su hijo fue juntando el rompecabezas de una mente tan inquietante como la suya propia.
En su libro Hitchens reconoce que su afición a la bebida, al tabaco y una vida inestable, seguramente contribuyó al cáncer que lo sorprendió en 2010. Pero en sus agudas y brillantes reflexiones no hay vestigio del arrepentimiento que se apodera de la mayoría cuando se aproxima el final. Fue un bon vivant y de sus excesos con los placeres terrenales construyó, también, un personaje novelesco.
Si es verdad, como siempre sostuvo Hitchens, que Dios no existe, es una lástima que se haya ido de este mundo sin tener conocimiento de la repercusión que tuvo hasta a la hora de morir. La noticia de su fallecimiento despertó tales pasiones a su favor y en contra, que #Hitchens se convirtió en el Hashtag del día en Twitter. O tal vez Dios sí existe y su deseo de estar en boca de todos se cumplió. El afilado polemista al fin puede descansar en paz.