El atentado cometido por una suicida contra un autobús repleto de estudiantes el pasado día 21 en Volgogrado (la antigua Stalingrado), que provocó en el momento seis muertos pero que podrían ser más, dada la gravedad de las heridas que sufren otras seis víctimas, nos obliga dramáticamente a acercarnos de nuevo al terrorismo yihadista en tierras rusas. Lo desempolvamos en primavera, para contextualizar los atentados de Boston, y conviene no olvidarse de él porque está ahí, matando rusos con cierta regularidad y con la idea de continuar tan abyecta práctica, de la que, por supuesto, no se librarían otras potenciales víctimas.
La asesina, Nadia Asialova, no es una viuda negra porque su marido, Dmitri Sokolov, es buscado por las fuerzas de seguridad en Majachkalá, capital de Daguestán. Los terroristas del Transcáucaso ruso nos tienen acostumbrados a carnicerías como esta: baste recordar el doble atentado suicida, cometido por mujeres, contra el metro de Moscú de marzo de 2010, donde murieron 40 personas, y el perpetrado en enero de 2011 contra el aeropuerto moscovita de Domodedovo, con 36 muertos.
Algunos ya advertimos de que los yihadistas rusos se seguirían manifestando, pero que tratarían de hacerlo con visibilidad global conforme se acercara un acontecimiento tan importante como los Juegos Olímpicos de invierno de Sochi, que arrancarán el próximo 7 de febrero. El propio líder de los terroristas, el emir del Cáucaso Doku Umarov, amenazaba en un vídeo publicado en julio con atacar los Juegos, pero estos yihadistas no necesitan ese tipo de actos para continuar su sanguinaria empresa.
Rusia es además objetivo de los yihadistas de otras partes; por ser la heredera de la superpotencia comunista y atea que invadió Afganistán a fines de los setenta, por su política de eliminación del yihadismo -desde hace más de dos décadas- en Chechenia, Daguestán y otras repúblicas federadas del Transcáucaso ruso, y por su apoyo a regímenes del mundo árabo-musulmán que aquellos consideran apóstatas, comenzando por el de Damasco. Precisamente, Moscú acaba de retirar a su personal diplomático de Libia, inmediatamente después de que un ataque con coche bomba dañara su embajada en Trípoli.
A la luz de la experiencia acumulada, es más que lógico que el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguei Lavrov, alertara el pasado día 9 en la cadena de televisión Russia Today sobre los peligros de empeñarse en flirtear con los talibanes afganos, práctica suicida no sólo del Gobierno de Hamid Karzai sino de EEUU, y animada por peligrosos aliados como Arabia Saudí y Qatar. El mismo Lavrov tiene como caballo de batalla, esta vez en el contexto de la guerra en Siria, impedir que por acción o por omisión países occidentales y árabo-musulmanes ayuden, de la forma que sea, a los múltiples grupos yihadistas que operan en ese país presentándose ante crédulos y despistados – abundantes ambos– como luchadores contra la tiranía de Bashar el Asad.