Casi dos años después de que las tropas norteamericanas se replegaran de Irak, y algo más de diez desde el inicio de la guerra, el país está sumido en una profunda crisis. Todos los logros del último lustro parecen evaporarse. Más de 5.300 iraquíes han muerto este año.
Una parte de la culpa la tiene la guerra civil en Siria, convertida en una guerra sectaria y regional (proxy war) que ha dado nueva vida a la insurgencia suní en Irak, erosionado la cooperación entre los líderes tribales –que fue crucial durante el surge norteamericano en 2007– y hecho que crezca la amenaza del retorno de las milicias chiíes. La ola de ataques de los últimos meses se debe principal aunque no exclusivamente al Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS), un subproducto local de Al Qaeda. Muchos combatientes suníes, unidos bajo esta bandera, consideran a esas dos naciones dos frentes diferentes de una misma guerra con un ambicioso objetivo: un califato.
En medio de toda esta tormenta, el primer ministro iraquí, Nuri al Maliki, llegará a Washington para pedir ayuda. Sabe que para EEUU la lucha contra el terrorismo sigue siendo una prioridad. Pero nadie olvida el error de Washington y Bagdad de no haber sido capaces de acordar mantener tropas norteamericanas en el país. Qué duda cabe de que si hoy hubiera un puñado de fuerzas especiales norteamericano trabajando con los iraquíes se tendría más incidencia en la lucha contra Al Qaeda.
Las negociaciones fracasaron porque ambos cometieron errores de cálculo sin ver las consecuencias estratégicas. Por eso hoy el espacio aéreo iraquí no lo controla absolutamente nadie (no hay aviones de EEUU ni los iraquíes tienen fuerza aérea), con lo que Irán puede atravesarlo libre y diariamente para enviar suministros a Siria en apoyo a Bashar al Asad.
Pero éste no es el único problema. Desde que se aseguró su segundo mandato, Maliki se ha afianzado en el poder reprimiendo a los líderes políticos suníes, eliminando de las fuerzas de seguridad a aquellos que no considera leales y alejando el país de las normas democráticas y de los usos institucionales establecidos durante las ocupación. Porque los norteamericanos –que cometieron el error de preocuparse más por cómo ir a la guerra que por gestionar el día después y la manera de irse– también brindaron a los iraquíes una oportunidad única para construir una sociedad civil, y no la han aprovechado. Tienen más autonomía de la que nunca tuvieron y una Constitución, pero Irak no es un Estado constitucional; tienen un Estado de Derecho pero es selectivo; las élites son corruptas y el Gobierno se embolsa demasiado por las exportaciones de petróleo mientras hay carencia de productos básicos.
El de Irak ha sido uno de los conflictos más largos y controvertidos en la historia de EEUU. Pasar de una dictadura a una democracia se ha pagado a un precio enorme. Pero todavía hay oportunidades para involucrarse en Irak y ayudar a los iraquíes, y esto va por los norteamericanos y por alguno más.