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Obama. Poderes presidenciales

No se puede entender la fortaleza norteamericana sin este mecanismo de toma de decisiones.

No se puede entender la fortaleza norteamericana sin este mecanismo de toma de decisiones.

La Constitución de los Estados Unidos deposita en el Congreso la facultad para declarar la guerra. Esta afirmación es tan cierta como que dicho así ha servido de poco, y ha sido interpretada según han ido surgiendo retos, necesidades y situaciones diferentes a lo que los Padres Fundadores tenían en mente. De ahí la controversia sobre la octava sección del art. 1 de la Constitución como sobre la War Powers Resolution de 1973. A lo largo del siglo XX se fue depositando en la Presidencia la unidad de la política exterior y la seguridad nacional, que incluye el uso de la fuerza. Hasta el punto de que no es posible separar ésta del resto de los componentes que gestiona la Casa Blanca. Por otro lado, las necesidades en términos de rapidez y agilidad en este siglo XXI exigen una capacidad ejecutiva fuerte para la gestión de la política exterior, de seguridad y defensa.

De hecho, el uso de la fuerza en la historia de los Estados Unidos constituye un equilibrio que salvaguarda la legitimidad democrática de este uso, que reside en el Congreso, con la capacidad ejecutiva necesaria, que reside en el Comandante en Jefe. En la práctica, el presidente toma la decisión de iniciar las operaciones cuando y como considere necesario; y cuando éstas exigen de la nación un compromiso mayor –los famosos 60 días o la necesidad de financiación–, el Congreso debe dar su visto bueno.

Pero en todo caso no se puede entender la fortaleza norteamericana en el mundo sin este mecanismo de toma de decisiones, que garantiza la capacidad ejecutiva del Gobierno y de su presidente a la hora de afrontar determinados acontecimientos.

Contra esta atribución ejecutiva de la Presidencia ha cometido Obama su último estropicio. Al traspasar su responsabilidad al Congreso, Obama gana tiempo y dilata la decisión de atacar Siria: un ataque que ni desea ni esperaba tener que acometer. Diluye de paso las responsabilidades entre la Casa Blanca y el Congreso, dejando hueco para los malabarismos dialécticos contra sus oponentes, en lo que ha mostrado sobrada capacidad. Obama evita dar la cara dentro y fuera de los Estados Unidos, y desde Capitol Hill se observa con agrado un salto adelante en el protagonismo del Congreso en la política exterior: tomar en la Cámara las decisiones en vez de fiscalizar y controlar las del presidente es el viejo sueño del establishment del Congreso.

Pero, más allá de sus cuitas políticas, Obama sienta un pésimo precedente con la decisión de remitir la decisión de atacar al Congreso. Es la capacidad ejecutiva del presidente y de su staff de seguridad y defensa lo que garantiza la toma de decisiones, que no es colegiada ni parlamentaria. De hecho, las necesidades de este siglo que comienza reposan sobre la necesidad de una presidencia fuerte, no sólo en Estados Unidos sino en todos nuestros países. España ya cometió ese error en el año 2005, supeditando el uso de la fuerza al guirigay parlamentario, o lo que es lo mismo, supeditando la política exterior a la política interior. Hoy los Estados Unidos están algo más cerca de tan nefasta forma de tomar decisiones.

Es el presidente el que debe tomar decisiones como la de atacar o no Siria, él es el responsable, y él el que debe ser castigado o recompensado por tomarlas. Se mire por donde se mire, en términos de reacción y de disposición a actuar cuando y donde sea necesario, la medida de Obama sienta un pésimo precedente, y mina la legitimidad de la Presidencia americana en el exterior. A la hora de afrontar operaciones en el exterior, el próximo presidente, demócrata o republicano, se va a encontrar con un precedente que erosionará su capacidad de actuación, no ya hacia el interior, sino hacia aliados y enemigos de los Estados Unidos.

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