Como ni en las cancillerías ni en los medios inquieta la vertiginosa expansión de Al Qaeda por la práctica totalidad del Sahel, ni la guerra civil siria, ni que a Irán le queden semanas para hacerse con un arma nuclear, hemos decidido en la muy civilizada y desarrollada Europa montar un escándalo por las filtraciones del traidorzuelo Snowden, refugiado en la Rusia de Putin en busca de, gran ironía, libertad y transparencia. Francamente, hay cosas en la actualidad internacional que serían graciosas si no fueran patéticas.
Pase que Merkel le devuelva la pelota a Obama, que ha hecho un uso intolerable del FMI como ariete contra la política económica de Alemania, indignándose al reconocer públicamente que uno de los mil teléfonos que debe de usar era escuchado por la NSA. Pero Francia y España se han pasado de listos pidiendo explicaciones diplomáticas por una información cosechada por sus propios servicios de información. Los espías éramos nosotros.
Así que el horrible asalto a la privacidad sufrido se limita a la recolección de información de grabaciones telefónicas en el extranjero y en zonas de guerra por parte de españoles y franceses y utilizada por los americanos para la protección de tropas y civiles americanos y aliados. Esta colaboración se ciñe al cumplimiento de compromisos de larga tradición. En eso se quedaron los millones de llamadas vigiladas en España (60) y en Francia (70).
Confirmando esto –publicado por el diario de más circulación de América por obra y gracia de Rupert Murdoch, The Wall Street Journal–, el general Keith Alexander, jefe de la NSA, dijo que los documentos específicos mostrados por Snowden no se referían a datos cosechados por la NSA u otra agencia americana, y que no incluían grabaciones de llamadas de esos países. Añadió que era falso que los Estados Unidos recogieran esos datos o que procedieran de ciudadanos europeos.
La verdad es prosaica y previsible. Con todas las impropiedades con las que actúan los Gobiernos occidentales, en comparación con el resto del mundo, y especialmente con los países dedicados a dar cobertura a tipos de la ralea de Snowden o Assange, son unos benditos. Es evidente que en materia de ciberseguridad procuran proteger a sus ciudadanos de poderosos enemigos, de naturaleza estatal o no. Contra ellos se alían de facto tanto los traidorzuelos como los que les sirven de coro. Fingir sorpresa ante el cumplimiento esencial de la obligación de los Estados, a saber, defender a sus ciudadanos de peligros internos y externos, para lo que hoy cobra especial importancia la obtención y el tratamiento de la información, es de un cinismo deplorable. ¿O es que los Estados contemporáneos sólo sirven cuando actúan como inmensas compañías deficitarias de seguros sanitarios, de desempleados o retirados, vulgo Estado del Bienestar?
Acaso convenga descansar un rato de la tarea de flagelar a Occidente con el látigo que proporcionan unos metamemos a unos medios de comunicación metaquebrados y volver a ocuparse de lo que realmente importa.