Es curioso comprobar cómo Occidente cuenta cada vez menos en los procesos de revueltas árabes, los cuales están generando escenarios en los que actores como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Qatar o Turquía, entre otros, asumen cada vez mayor protagonismo, tanto político y religioso como financiero, y Occidente cada vez menos. Estadounidenses, franceses y británicos fueron claves para derrocar a Gadafi, pero incluso a la hora del agradecimiento las ovaciones más apasionadas se las llevaron los líderes qataríes y turcos.
Ya no es sólo cuestión de que los islamistas emerjan por doquier, sino que la presencia occidental tiende al declive. En Egipto, en forma de persecución a miembros de organizaciones no gubernamentales, con dieciséis estadounidenses y dos alemanes a la espera de juicio acusados de activismo político no autorizado con financiación exterior del mismo; en Túnez, por los devaneos del Primer Ministro Hamadi Jebali con los líderes del Movimiento de Resistencia Islámica palestino (Hamas) o con las autoridades turcas; en Yemen, pergeñando arreglos, que incluyen las elecciones del pasado 21 de febrero, en las que el timonel es saudí, como saudí es también la gestión de la situación en Bahrein, todo ello a través de la creciente visibilidad del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG); y en Siria, donde la impotencia de la Comunidad Internacional, reflejada en los esfuerzos frustrados en el Consejo de Seguridad de la ONU para reforzar el acoso contra el Presidente Bashar El Assad, es vista como incompetencia occidental que a buen seguro llevará a que se visualice alguna iniciativa árabe, por modesta que esta pueda ser.
En este último escenario, abundan algunos en presentar una pérfida conspiración occidental en términos de agresión contra Irán a través de su principal aliado estatal en la región que es el Presidente ahora en apuros.