Aunque ahora parece que le toca a Italia –y a Grecia– aguantar la peor presión migratoria procedente de las fronteras sur y este de la Unión Europea (UE), lo cierto es que España conoce bien el problema.
Ahora que se va a cumplir el tercer aniversario del lanzamiento de esas revueltas árabes que muchos irresponsables bautizaron como primavera árabe, hagamos balance del caos generado. Por acción o por omisión muchos líderes –políticos y también de opinión– occidentales deberían preguntarse si animar a las revueltas ha producido los resultados esperados. ¿Más democracia y libertades?, ¿o más caos, más violencia y más islamismo? El drama del incremento exponencial en el número de inmigrantes irregulares y en el de refugiados nos da una rápida, y dramática, respuesta.
Es verdad que los alrededor de 300 muertos y desaparecidos de Lampedusa procedían de Somalia y de Eritrea, escenarios ambos que nada tienen que ver con las revueltas, y que inmigrantes de ese origen llevan muchos años llegando a Europa irregularmente. Pero también es verdad que Libia se ha convertido en la plataforma para el envío masivo de emigrantes hacia la UE que es hoy gracias al caos generado por las revueltas iniciadas en febrero de 2011 y a la irresponsable intervención internacional que propició un cambio de régimen que no necesariamente mejoró la situación anterior. Hoy Libia es un erial, con fuerzas centrífugas de diverso tipo generando caos dentro y fuera del país. Estas han provocado el caos en el Sahel, agravando una situación precedente inestable pero que no se desbordaba, y alimentan con yihadistas el campo de batalla sirio.
Siria es el otro gran escenario hiriente de la primavera árabe. Y está sumida en una cruel guerra civil que irradia inestabilidad a todo su vecindario, en una delicadísima zona del mundo, porque a algunos también se les ocurrió, en marzo de 2011, que animar las protestas contra un régimen totalitario como el de Damasco iba a generar a buen seguro democracia y libertad. El régimen reaccionó como era previsible, y como lo había hecho contra la insurrección armada de los Hermanos Musulmanes a fines de los setenta y principios de los ochenta: con un uso extremo de la fuerza, para evitar además que le ocurriera lo que para entonces ya había ocurrido en Túnez y Egipto o estaba ocurriendo en Libia y Yemen. El resultado, hoy, son más de 100.000 muertos, más de 2,5 millones de refugiados, Líbano más desestabilizado que nunca antes del fin de su guerra civil y el enfrentamiento entre suníes y chiíes ensangrentándolo todo. Los refugiados sirios son cada vez más visibles en todo el Mediterráneo, presionan en las fronteras de las orillas norte y sur. El mismo día en que se ahogaron 300 subsaharianos en Lampedusa llegaba a la misma isla un barco con 463 sirios buscando refugio en Europa.