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Francisco Pérez Abellán

La España de los sin nombre y los nombres sin hueso

En España hay al menos 5.500 desaparecidos, aunque yo creo que la cifra real multiplica por tres la facilitada por los políticos.

El 9 de cada marzo, de cada año, ha sido nombrado por el Congreso Día Nacional de las Personas Desaparecidas. En España hay al menos 5.500 desaparecidos, de los llamados inquietantes, aunque yo creo que la cifra real multiplica por tres la facilitada por los políticos. En España, un niño que está jugando en la puerta de su casa, pongamos Yeremi, se hace humo y desaparece para siempre, sin que vuelva a encontrarse jamás. En la misma isla, Gran Canaria, una niña, Sara Morales, sale de su casa hacia un centro comercial y se pierde, sin solución de continuidad. En Mallorca, Baleares, sin salir de las islas, una niña de quince años termina el colegio, toma un autobús y lleva cien días desaparecida.

Las cifras de desaparecidos son catastróficas: ¿dónde está Marta del Castillo?, ¿dónde los Monge, padre e hijo, que faltan de Dos Hermanas? ¿Dónde está la chica de Boadilla?

El Día Nacional de las Personas Desaparecidas surge de la jornada en la que hace 17 años se evaporó, como si fuera de agua, Cristina Bergua, la hija del que fuera presidente de la asociación Inter-SOS, Juan Bergua. Cómo sería de atolondrado el nombramiento que el entonces presidente del Congreso, José Bono, equivocó la fecha. Reflejo de lo despistados que pilla a los políticos la indagación de perdidos, extraviados y evaporados.

Menores y mayores, ancianos y niños, chicos y chicas, desaparecen en España como si tal cosa con un pase por aquí y otro por allá. Es un horror controlado, en el que el personal se pone a buscar en su campo sin desesperar, concentrado en revisar las pisadas, buscar el DNI, revisar el número de la tarjeta, observar si hay variaciones en los apuntes contables de los bancos. Los desaparecidos pasan a un territorio ideal en el que nada necesitan: no se conoce que tengan que vestir o comer, pintar o fumar. Así el niño pintor de Málaga, perdido después de visitar la exposición de uno de sus cuadros, el niño de Somosierra, viajero de extranjis en el camión de su padre por la cuesta del puerto.

Se va uno con alzhéimer, otro que está solo, una chavala con un traje rojo y un joven con una pelota. Se habla de poner un arnés a los más pequeños, un móvil con los números bien grandes a los mayores y un nudo con soga de pita, a modo de sortija, para que los desaparecidos no se olviden. Los padres buscan a los hijos, los hermanos indagan en la sierra, los compañeros del supermercado de la chica de Boadilla se secan las lágrimas después de las rebajas. Fracasa el programa Fénix en el laboratorio de la Universidad de Granada. La cosa consistía en que se hacía el ADN a los huesos encontrados en cadáveres tránsfugas de algunos camposantos y se cruzaba con miembros de familias que tengan vinculación con el citado cementerio. A veces daba esperanzas y otras no daba nada. No hay un procedimiento seguro para identificar compatriotas o poner nombre a los muertos anónimos.

Hay quizá quince mil muertos sin nombre, repartidos entre los camposantos, y hay quince mil camas vacías en las ciudades españolas, quince mil nombres sin cuerpo que precisan perros buscadores, agentes expertos en seguir un rastro, colaboración y dinero para encontrar desaparecidos y devolverlos a casa. Toda España debería estar de luto, como en la muerte de un torero. Toda la España crujiente, ruidosa, debería llorar por la causa de los sin nombre, de los nombres sin hueso, de los huesos perdidos. Pasa un coche fúnebre, bajo un redoble de tambor, con un muerto desaparecido.

Un entierro que va delante no tiene cura ni monaguillo: es una ceremonia simbólica de los padres de desaparecidos que han organizado la inhumación de la desidia. Se notifica al personal que volverán a admitirse iniciativas para buscar incorpóreos, rastros indelebles, señales invisibles, sendas de miga de pan, plantillas de barro pisado, guía de olor y rastreadores cánidos que persigan al que se pierde por su olor a chotuno.

Se admiten anuncios en las peluquerías, las plazas públicas, las plazas de toros, las plazas de skateboards, la plaza del Campillo del Mundo Nuevo, el canto del loco y el rap del almohadón. Se buscan pliegos de cordel, ciegos recitadores, vendedores de cupones, gorrillas, emigrantes, hombres de patera y zurrón, para dar con los confundidos en la bruma, los raptados por escarcha, los sorprendidos por la oscuridad y las sectas satánicas, los quemados, los borrados con ácido, los enterrados sin cruces, los secuestrados por el fan club, víctimas de diablos y olvido. España gime todos los 9 de marzo como el puente de Brooklyn. La Puerta de Alcalá cruje como la Gran Muralla. La catedral de la Almudena se envuelve en lágrimas como el Sacre Coeur para llorar por los atropellados, los olvidados, los raptados, los drogados, los envenenados, los escondidos y agazapados. Sacad el tetrabrik de la leche con la cara del desaparecido, el cubito de yogur con el rostro del desconocido. Reos de justicia y del crimen, paganos de la desmemoria, España llora vuestra ausencia, sabedora de que sois víctimas de la desidia. Que vuelvan las recompensas a la palestra: 40.000 por una pista, 50.000 por una dirección, 100.000 por saberla sana y salva. Poned el dinero, sacad el cerebro de los remedios y el aceite de los milagros y vamos a recuperar a nuestros hermanos, que España no puede estar ni un minuto más incompleta.

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