Que se produjese por fin la gran explosión de VOX era sólo cuestión de tiempo. Era anómalo que el paisaje político español estuviese limitado a un arco que iba desde el centro socialdemócrata (PP y Cs) a la ultraizquierda bolivariana. A la derecha se abría un agujero negro, un desierto tenebroso, habitado por hordas "de garrote y taparrabos": hic sunt leones. Pero ese espectro amputado de su mitad derecha no era representativo de la sociedad española. El establishment mediático, adormecido y desconectado de la realidad por décadas de aplastante hegemonía cultural progre, anda en estado de shock: ¿pero de dónde han salido 400.000 fascistas?, ¿dónde estaban?
Los "fascistas" –es decir, los ciudadanos que creen que las autonomías sólo han servido para multiplicar el gasto público y conducir a España al borde de la ruptura, que la violencia no tiene género y la muerte de un hombre o un niño es tan lamentable como la de una mujer, o que todo Estado tiene derecho a tener fronteras y decidir cuánta inmigración puede admitir– estaban refugiados en sus casas y en los bares, resignados a expresar sus opiniones por lo bajini, y a que no las verían nunca defendidas en el Parlamento. Un PP tecnocrático-desideologizado les había impuesto el chantaje del mal menor: "tenéis que votarnos a nosotros –que somos la nada ideológica, pero al menos gestionamos con cierta sensatez– porque si no vendrá la izquierda, que os arruinará y permitirá que los separatistas terminen de despedazar el país".
En realidad, VOX lo tenía muy fácil para montar una alternativa: tan desolador era el desierto intelectual que el PP había dejado en la derecha. Hace ya diez años que Rajoy invitó a salir del partido a cualquiera que tuviese una idea en la cabeza: "Que los liberales se vayan al Partido Liberal, que los conservadores se vayan al Partido Conservador". Cinco años después, VOX recogía el guante y se preparaba a ser el partido liberal-conservador que el PP había renunciado a ser. Pues lo cierto es que, más allá de las pretensiones de transversalidad derecha-izquierda y de que haya sido capaz de captar algunos exvotantes de PSOE y Podemos, el programa de VOX es esencialmente liberal-conservador: apuesta decidida por la libertad económica (rebaja fiscal contundente; reducción del gasto público, conseguible en parte mediante el desmantelamiento de los 17 estaditos autonómicos y sus redes clientelares de subvenciones y empresas públicas superfluas), por la libertad de pensamiento y expresión (amenazada por unas leyes de género, de derechos LGTBI y de Memoria Histórica cada vez más inquisitoriales), por la defensa de la vida del no nacido, la familia natural y el fomento de la natalidad (VOX es el primer partido en reaccionar al problema del invierno demográfico, que, de mantenerse las tasas de fecundidad actuales, convertirá a España en pocas décadas en un geriátrico insostenible), por la libertad educativa (cheque escolar) y lingüística (fin de la inmersión lingüística totalitaria que desde Cataluña va extendiéndose a otras regiones, incluida la Galicia de Feijóo, donde la Xunta sólo tuitea en gallego y obliga a impartir medio currículum escolar en lengua regional)…
El despegue de VOX se produce, paradójicamente, cuando el PP está pilotado por un Pablo Casado que ha prometido rearme ideológico. Pero, para el PP, es tarde para cualquier rearme. El pasado pesa demasiado. El aparato, los intereses creados y la inercia pesan demasiado. Si Casado habla de bajar impuestos, el votante con algo de memoria le preguntará por qué Rajoy los subió más de lo que pedía Izquierda Unida. Si propone aplicar en Cataluña un 155 hard y sine die, recordará que, hace sólo un año, su jefe aplicó uno light e interruptus (y eso, tras haber seguido financiando durante años a una Generalitat en quiebra y ya en abierto desafío separatista). Si habla de garantizar el derecho a escolarización en español en todo el territorio nacional, miles de niños sometidos a la semi-inmersión galleguista le desmentirán. Si promete limitar el aborto, muchos preguntaremos qué hacía Casado mientras Rajoy tiraba a la basura el proyecto de derogación de la Ley Aído, traicionando su promesa electoral. Y tenemos derecho a recordarle todo eso porque Casado ha incensado a Rajoy como gran estadista y no ha cuestionado en ningún momento su legado.
VOX tiene un futuro despejado porque, además, está sabiendo cabalgar una ola mundial de hartazgo por la deriva totalitaria del marxismo cultural y la corrección política. Se llama marxismo cultural a la nueva izquierda que, una vez comprobado el fracaso planetario del socialismo y la extinción de la lucha de clases, necesita encontrar nuevos sujetos revolucionarios y nuevos conflictos que rentabilizar: compartimenta, por tanto, a la sociedad en colectivos de opresores y oprimidos; el conflicto marxista clásico burgueses vs. obreros es reemplazado por el de hombres contra mujeres, heteros contra homos, blancos contra otras razas, nacionales contra inmigrantes, cis- frente a trans-.
Leyes como la de Violencia de Género no existen tanto para combatir la violencia –objetivo que compartimos todos– como para concienciar sobre el género: se aísla una determinada modalidad de violencia y se la presenta como "terrorismo contra las mujeres", declarando que su causa es "la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres" (Exposición de Motivos de la Ley de Violencia de Género), y que esa violencia se ejerce contra ellas "por el hecho de ser mujeres". En España, en realidad, son asesinados cada año más hombres que féminas: en 2016, la ratio fue de 63-37. Incluso si nos ajustamos a la violencia que tiene lugar en el hogar familiar, también ahí la proporción resulta ser de 60-40 (58’3% de muertes causadas por hombres, 41’7% causadas por mujeres en 2016) si computamos todas las modalidades posibles: hombres que atacan a mujeres, mujeres que atacan a hombres, hombres o mujeres que atacan a niños o ancianos, parejas homosexuales masculinas o femeninas que se agreden… Pero, de todas esas variedades, el feminismo entresaca una sola, porque es la única que encaja en su relato de opresión estructural de la mujer y guerra de sexos.
La manipulación es tan burda, las consecuencias son tan injustas (hombres privados de la presunción de inocencia y acusados sin fundamento: el 80% de las denuncias por violencia de género no desembocan en sentencia condenatoria), los efectos sociales de resentimiento y desconfianza entre los sexos son tan nocivos… que el primer partido que gritase "el emperador está desnudo" iba a conseguir pronto muchos seguidores. Esa es, junto a la firmeza en la cuestión nacional, la clave del creciente éxito de VOX. Como Trump, como Bolsonaro, como Orbán, como otros exponentes de la nueva derecha, VOX está atrayendo a los demonizados por el marxismo cultural: las personas hartas de ser llamadas "homófobas" por considerar que las uniones de personas del mismo sexo, por legítimas que sean, no deberían ser consideradas matrimonio porque el matrimonio existe para la procreación (matris munus: "oficio de la madre"), o que no es buena idea introducir en las escuelas –por imperativo legal– a activistas de las asociaciones LGTBI para inculcar a los niños su particular visión del sexo y la familia; los que están hartos de que les llamen "racistas" por creer que la inmigración incontrolada es un problema, como puede comprobar cualquiera que se dé un paseo por Möllenbeck, Malmoe o Saint-Denis; los que llevan toda la vida soportando que les traten de "fachas" por creer que España es una nación y que en su historia hay más luces que sombras.
La frustración acumulada durante décadas de hegemonía cultural de la izquierda es inmensa. VOX puede y debe capitalizarla en forma racional y constructiva. Podemos estar viviendo un cambio de ciclo histórico. El momento es tan ilusionante que el lector perdonará que nos pongamos declamatorios:
¿Dónde está la noche?
La noche ha terminado: mira cómo llega la aurora.