Parecemos haber asumido como parte del paisaje que los representantes de Vox, PP y Ciudadanos no puedan exponer sus opiniones en buena parte de España sin protección policial. Las hordas de matones vociferantes que increpan a José Antonio Ortega Lara en San Sebastián, a Maite Pagazaurtundúa en Rentería o a Cayetana Álvarez de Toledo en Barcelona parecen ser parte del atrezo de la campaña electoral. Una democracia que acepta como parte de su lógica la intimidación física de medio espectro político por el otro medio –pues la izquierda y los separatistas respaldan implícita o explícitamente a la banda de la porra– es una democracia enferma.
La renovada agresividad de la izquierda puede deberse a la desesperación de saber que su tiempo está pasando. A despecho de lo que digan unas encuestas cada vez más bajo sospecha, nos aproximamos probablemente a una histórica victoria de la derecha trifálica, con el orden de los miembros aún por determinar. Ya el pasado diciembre ocurrió en Andalucía lo imposible, lo que algunos nos habíamos resignado a no ver antes de morir. Comparado con la hazaña de sacar del poder de la Junta al PSOE andaluz, derribar al Doctor Fraude (al que ninguna encuesta de enero-febrero concedía la menor oportunidad frente a una derecha en auge) debería ser un paseo militar.
Será un gran momento para España el del alejamiento definitivo de la pesadilla de un Frente Popular nucleado en torno a este PSOE traidor a la nación, dispuesto a aliarse con el diablo con tal de seguir en el poder. Pero la izquierda no solo será desalojada de las instituciones: también está siendo desposeída de la hegemonía cultural de la que ha gozado sin esfuerzo durante décadas. Y eso es igual o aun más importante.
El partido que ha dado una patada al tablero del consenso ideológico progre-socialdemócrata ha sido Vox. No ha habido tabú que haya quedado sin desafiar: la bondad de las autonomías, el relato separatista, las mentiras de la ideología de género, los diktats del animalismo, la imposibilidad de reivindicar sin complejos la España de las Navas, el Cid y Hernán Cortés, el silencio sobre los problemas asociados a la inmigración incontrolada, la incuestionabilidad del aborto… Acostumbrada durante décadas a un PP que temblaba tan pronto se desenfundaban las palabras-mordaza (¡facha!, ¡machista!, ¡racista!), la izquierda sigue en estado de shock ante la aparición de una derecha culturalmente desacomplejada a la que le resbalan las etiquetas.
De ahí las pedradas, la rabia y los escraches. Es la desesperación de la impotencia. La izquierda sospecha en el fondo su propia inanidad teórica: sabe que no puede ganar un debate en buena lid. Solo le queda el griterío. Y la manipulación mediática. Y la distorsión de los argumentos (ya saben, Vox quiere que se pueda pegar impunemente a las mujeres y que todos vayamos con pistola por la calle). Y la exclusión arbitraria de los debates televisivos. Pero Vox está superando todas las zancadillas, puenteando a las televisiones y medios convencionales y apelando directamente a la sociedad a través de las redes sociales y los actos presenciales multitudinarios. Cabalgando una ola muy profunda de reacción social contra el progresismo obligatorio.
La historia española reciente se torció dramáticamente el 11 de marzo de 2004. El 28 de abril puede señalar el fin de un ciclo de un ciclo deprimente y la apertura de un tiempo de esperanza.
Francisco José Contreras, nº 5 en la candidatura de Vox para las elecciones europeas.