Argelia y el escudo
En cierto modo, este Mundial ha recuperado para la causa el tópico de que al fútbol, a veces, se gana con el escudo. Por primera vez en la historia, los ocho campeones de grupo se han clasificado para cuartos de final. Y la gran mayoría, con una evidente ayuda de esa pátina de experiencia que te da el cuajo de haberte visto ya en aprietos en un torneo de élite.
El ejemplo más claro de este suceso, quizá, fue el de Argelia con Alemania: noventa minutos intimidando al equipo de moda, buscándole las cosquillas a sus zagueros e incomodando a su portero para luego recibir un gol en la primera jugada de la prórroga. Que levante la mano quien no tenía rebotándole permanentemente en la cabeza ese pensamiento perverso de que lo de los magrebíes era un brindis al sol, que ya vendría la Merkel con el mazo y que esa película ya la habíamos visto todos. Como diría un Rick futbolero: siempre nos quedará Costa Rica.
Estados Unidos y la fiebre
A nadie se le escapa ya que lo de Estados Unidos con el fútbol (soccer, perdón) es más que un amor de verano. El romance, eso sí, es heterodoxo: dicen los desconfiados que la fiebre mundialista se ha avivado artificialmente por el aire cool que los avispados famosos de turno le han dado a la liturgia de animar a los de Klinsmann y, sobre todo, por el inherente patriotismo yanqui, que les empujaría a perder la voz por su representante en una carrera de tortugas si eso les permitiese sacar pecho en público ante el resto del mundo. Lo normal es que la euforia mengüe hasta dentro de cuatro años, con la creciente MLS como placebo circunstancial. Con todo, los estadounidenses han vuelto a constatar que su juego con los pies consolida su riqueza, más allá de los extra points del fútbol americano.
Uruguay y el mordisco
Llegado un punto, empecé a temer que el mundo clamase por un penalti de Chiellini a Luis Suárez. Un cruel golpe de hombro a la dentadura del pobre mártir de Salto. La polvareda del vodevil charrúa terminó eclipsando, y eso es lo realmente triste, el adiós de una generación irrepetible. Uruguay se fue del Mundial castrada por la sanción y atropellada por el fulgor de James Rodríguez y su Colombia alegre. Por la puerta del servicio, sin casi tiempo para el aplauso porque el escenario estaba ocupado en esos momentos por el ajusticiamiento público de su delantero y por las plañideras que lo lloraban. Desde aquel equipo de Ghiggia y El Negro Jefe no existió una Celeste tan pujante, orgullo de un país de tres millones de habitantes en el que no cabe más talento por kilómetro cuadrado. Volverán, porque ellos más que nadie saben que, como dijo Obdulio Varela, "los partidos se ganan con los huevos en la punta de los botines".