Y es que por más deméritos que acumule el presidente del PP, su homólogo en el Gobierno le adelanta con creces, y esa realidad es la que finalmente puede determinar que el gallego no tenga en las urnas el correctivo que sin duda merece. A la tercera va la vencida y la expulsión de Zapatero de La Moncloa es ya un imperativo higiénico ante el que toda otra consideración queda en segundo plano.
Oiga, que no digo que esté bien ni mal; solamente expreso lo que muchos votantes comentan en público con resignación franciscana, que hay que ver la carita que ponen cuando se ven a sí mismos en un año y pocos meses ante la urna y con la papeleta del PP metida en el sobre sin otro remedio que depositarla y rezar para que Gallardón no sea el vicepresidente.
A pesar de que la opinión más extendida considera que Rajoy es el opositor perfecto para que Zapatero se perpetúe en el poder, lo cierto es que también Zapatero es el presidente perfecto para que el gallego llegue por fin a La Moncloa. La mediocridad del Gobierno actual es tan apabullante y sus destrozos en la nación tan demoledores, que los dirigentes del PP se ven con las manos libres para dedicarse a las purgas internas sin temor al precio que toque pagar en las elecciones, porque ya saben que va a ser prácticamente inexistente.
Las encuestas sobre intención de voto en feudos muy castigados por las corruptelas del PP, que le garantizan una nueva mayoría absoluta a pesar de los escándalos producidos, abonan la tesis del monolitismo electoral de la derecha sociológica, capaz de sacrificar sus principios para evitar el desastre inevitable que siempre acarrea una estancia de la izquierda en el poder demasiado prolongada.
Los valores y las ideas son conceptos decentes que sólo personas como Esperanza Aguirre mantienen contra viento y marea. Los partidos políticos que, como el PP, aspiran heredar a beneficio de inventario lo que deje el adversario, tienen otras prioridades basadas más en mantener la cohesión de los serviles que en plantear una revolución alternativa para hacer valer los principios que comparte su electorado.
Votar a Rajoy es un mal menor aceptable frente a la catástrofe de Zapatero, muy capaz de acabar cansando hasta a los profesionales del progresismo subvencionado que con él viven muy bien. La posibilidad de una victoria del PP en las próximas elecciones generales sólo depende, por tanto, de que las clases ociosas que forman opinión entre la masa de izquierdas pierdan el entusiasmo que han venido demostrando en los últimos años. El coste que esta desafección al líder pueda acarrear es mínimo porque a los vagos profesionales de la extrema izquierda con el PP tampoco les ha ido tan mal. Más bien es al contrario. Con la derecha en el Gobierno siguen disfrutando del mismo tren de vida a costa del bolsillo de los contribuyentes, con la ventaja de que en este caso todo reparo moral en echarse a la calle a formar algaradas desaparece por completo. Los integrantes de la cultureta, los sindicatos y demás manos muertas ya empiezan a sentirse incómodos ante unos ciudadanos que les afean su anemia reivindicativa y están deseando echarse a la calle a hacer la revolución contra el facherío, que es lo que realmente les va.
Si una parte del electorado de izquierdas decide abstenerse, la primera victoria de Mariano Rajoy en unas elecciones estará al alcance de su mano, porque la derecha no tiene más remedio que confiar su suerte al centro-reformismo gallardonita convertido en vademécum ideológico de carácter transversal. Y esa noche, si al final llega, los votantes acudirán en masa a la calle Génova con sus banderas de la gaviota. No para celebrar que Rajoy es presidente, si no para festejar que Zapatero ha dejado de serlo. Son dos cosas muy distintas, pero el resultado es el mismo. Y eso es, por lo que vemos en Mariano y sus más fieles, lo único que cuenta.