Ahí están las consecuencias: que la única gran virtud de la reciente política energética española radica en que ha puesto de acuerdo a todo el mundo... para criticarla. Las compañías eléctricas tienen que lidiar con la alergia nuclear de nuestros dirigentes... y rezar para garantizar el suministro en un incierto futuro. Los ecologistas, incluidos los que más generosamente han dado su apoyo al Gobierno en el pasado cercano, caen del caballo y denuncian que Zapatero "se ha dejado impresionar por el lobby nuclear" para no cerrar Garoña de un plumazo. Mientras, la oposición (dicho sea de paso) deja hacer y habla bajito: no vaya a ser que se la oiga.
Pero he aquí que la realidad es tozuda. Ni las centrales nucleares se cierran en un día, ni los residuos radiactivos desaparecen por arte de magia, ni los campos se siembran de molinos de viento de una noche para otra. Y mientras nosotros nos terminamos de decidir sobre si somos nucleares o renovables, en el corazón de las centrales atómicas españolas (y en algunos almacenes que tenemos alquilados en Francia y el Reino Unido) laten unos cuantos centímetros cúbicos de combustible usado, plagaditos de isótopos radiactivos y dispuestos a seguir latiendo cientos o miles de años más.
En éstas, el gobierno se ha puesto el traje de enterrador y se dispone a echar unas buenas paladas de tierra sobre el debate nuclear, sobre la gestión de los residuos y sobre las voces cada vez más escépticas hacia el modelo de economía verde subvencionada que ha convertido a España, para bien y para mal, en centro de atención de medio mundo.
Es cierto que algunos ministros hacen denodados esfuerzos por que no se les entierre también a ellos. El último, de Miguel Sebastián, ha servido al menos para recordar que el Gobierno prometió en 2004 construir un Almacén Temporal Centralizado (los mal llamados "cementerios nucleares"), que ya no podrá construirse al menos hasta 2014, y para sacar de nuevo a la palestra el tema más peliagudo al que se enfrenta la industria nuclear: la gestión de la basura radiactiva que genera.
En contra de lo que muchos se empeñan en decir, el problema de los residuos no es un problema: está perfectamente resuelto. El combustible utilizado puede albergarse fácilmente en piscinas dentro de las propias centrales, donde, salvo que alguien tenga la mala idea de caerse dentro, permanecen sin causar el menor peligro al entorno.
Pero las piscinas están a punto de rebosar. La primera de todas, la de Ascó 1, que en 2013 habrá llegado a su límite de saturación. La última, en 2022, la de Almaraz 2. De modo que el problema no es un problema de residuos, sino de espacio. Y tampoco tanto: todos los residuos nucleares producidos en el mundo a día de hoy cabrían en una finca de 100 hectáreas.
La cuestión es encontrar quién pone la finca. A Industria le va a costar convencer a algún municipio de que pase a la historia como el generoso huésped de un cementerio nuclear. Los ciudadanos tendemos a impedir que nos pongan cosas en el jardín, bien sea algo tan inocuo como un Almacén Temporal Centralizado, bien sea algo tan loable o solidario como un centro de rehabilitación de drogodependientes. Claro, que tampoco iba a ser muy fácil convencer a los turistas de que pasasen un par de noches con sus hijos en el célebre Parador Nacional de Garoña. "Mira, hijo: hace 20 años, por estas mismas cañerías corría que se las pelaba el cesio-137. ¡Bebe, bebe!".
De poco servirá que los científicos y los técnicos se desgañiten explicando que los residuos radiactivos están controlados. Una vez vitrificados, enclaustrados en bidones rellenos de hormigón y confinados en almacenes seguros, su peligrosidad es equiparable, si no menor, a la de cualquier otro residuo industrial. Puestos a albergar temores, más deberían preocuparnos el ácido clorhídrico, el cianuro, el amoniaco, el arsénico... y tantos otros residuos derivados de actividades como la fabricación textil, la creación de insecticidas, los explosivos o la galvanización de metales. Si se cumpliera con ellos la décima parte de las exigencias que se aplican a la basura atómica, se evitaría su ominosa fuga al entorno natural... y, probablemente, se obligaría a paralizar a una industria incapaz de hacerse cargo de los sobrecostes.
De poco servirá también que ecologistas míticos como James Lovelock hayan propuesto el jardín de su casa para almacenar residuos radiactivos, en la confianza de que se extraiga de la mente colectiva el atávico e irracional miedo a lo nuclear.
Lo cierto es que nadie querría vivir en la casa de Lovelock. Pero, nos guste o no, alguien tendrá que hacerlo. Mientras el tiempo corre, las piscinas de las centrales se llenan y Francia sigue pasando la factura de casi 40.000 euros al día que firmamos en 1994 para que se hicieran cargo de los residuos derivados del desmantelamiento de Vandellós 1. Factura que, por cierto, está a punto de multiplicarse. El contrato expira en 2011: a partir de esa fecha, el país vecino o nos devuelve la basura o nos penaliza con un cose de 60.000 euros diarios.
¿Tendremos que seguir pagando para no asumir nuestras responsabilidades? Denlo por hecho. Porque estaremos sin ATC, al menos, hasta 2014.
Cuán distinto sería todo si, definitivamente, empezáramos a dejar de pensar en los residuos como residuos. La ciencia está muy cerca de lograr métodos seguros para reutilizar el combustible gastado. La basura radiactiva, como ocurre con la de casa, dejará de ser un muerto que nadie quiere enterrar para convertirse en una oportunidad. Puede que en ocho o diez años esta tecnología esté a nuestro alcance y, junto a los reactores de cuarta generación o los futuros reactores de neutrones rápidos, convierta a la nuclear en la más poderosa, eficaz, barata y fiable de las energías renovables.
Claro, que para eso habrá que hacer algunos esfuerzos. En primer lugar, se ha de combatir los prejuicios y emplear con normalidad la palabra nuclear en los programas políticos. Algo harto improbable mientras nuestros políticos sigan secuestrados por la promesa del paraíso verde. Zapatero sigue dispuesto a enterrarlo todo... excepto su supuesto crédito ecologista. Un crédito que empieza a bajar a más velocidad que el Euribor gracias a su proverbial capacidad de jugar al despiste. En Greenpeace ya le han puesto tierra de por medio. La reciente noticia de que España (a pesar del empeño indisimulado del Gobierno) no albergará la sede de la Agencia Internacional de las Energías Renovables es todo un aviso para que pongamos los pies en el suelo. Al país que se postulaba como prototipo de las aspiraciones ecologistas le han ganado Abu Dabi (un emirato petrolero) y Francia (el adalid nuclear europeo). Ya nadie nos compra la propaganda verde.
Pero he aquí que la realidad es tozuda. Ni las centrales nucleares se cierran en un día, ni los residuos radiactivos desaparecen por arte de magia, ni los campos se siembran de molinos de viento de una noche para otra. Y mientras nosotros nos terminamos de decidir sobre si somos nucleares o renovables, en el corazón de las centrales atómicas españolas (y en algunos almacenes que tenemos alquilados en Francia y el Reino Unido) laten unos cuantos centímetros cúbicos de combustible usado, plagaditos de isótopos radiactivos y dispuestos a seguir latiendo cientos o miles de años más.
En éstas, el gobierno se ha puesto el traje de enterrador y se dispone a echar unas buenas paladas de tierra sobre el debate nuclear, sobre la gestión de los residuos y sobre las voces cada vez más escépticas hacia el modelo de economía verde subvencionada que ha convertido a España, para bien y para mal, en centro de atención de medio mundo.
Es cierto que algunos ministros hacen denodados esfuerzos por que no se les entierre también a ellos. El último, de Miguel Sebastián, ha servido al menos para recordar que el Gobierno prometió en 2004 construir un Almacén Temporal Centralizado (los mal llamados "cementerios nucleares"), que ya no podrá construirse al menos hasta 2014, y para sacar de nuevo a la palestra el tema más peliagudo al que se enfrenta la industria nuclear: la gestión de la basura radiactiva que genera.
En contra de lo que muchos se empeñan en decir, el problema de los residuos no es un problema: está perfectamente resuelto. El combustible utilizado puede albergarse fácilmente en piscinas dentro de las propias centrales, donde, salvo que alguien tenga la mala idea de caerse dentro, permanecen sin causar el menor peligro al entorno.
Pero las piscinas están a punto de rebosar. La primera de todas, la de Ascó 1, que en 2013 habrá llegado a su límite de saturación. La última, en 2022, la de Almaraz 2. De modo que el problema no es un problema de residuos, sino de espacio. Y tampoco tanto: todos los residuos nucleares producidos en el mundo a día de hoy cabrían en una finca de 100 hectáreas.
La cuestión es encontrar quién pone la finca. A Industria le va a costar convencer a algún municipio de que pase a la historia como el generoso huésped de un cementerio nuclear. Los ciudadanos tendemos a impedir que nos pongan cosas en el jardín, bien sea algo tan inocuo como un Almacén Temporal Centralizado, bien sea algo tan loable o solidario como un centro de rehabilitación de drogodependientes. Claro, que tampoco iba a ser muy fácil convencer a los turistas de que pasasen un par de noches con sus hijos en el célebre Parador Nacional de Garoña. "Mira, hijo: hace 20 años, por estas mismas cañerías corría que se las pelaba el cesio-137. ¡Bebe, bebe!".
De poco servirá que los científicos y los técnicos se desgañiten explicando que los residuos radiactivos están controlados. Una vez vitrificados, enclaustrados en bidones rellenos de hormigón y confinados en almacenes seguros, su peligrosidad es equiparable, si no menor, a la de cualquier otro residuo industrial. Puestos a albergar temores, más deberían preocuparnos el ácido clorhídrico, el cianuro, el amoniaco, el arsénico... y tantos otros residuos derivados de actividades como la fabricación textil, la creación de insecticidas, los explosivos o la galvanización de metales. Si se cumpliera con ellos la décima parte de las exigencias que se aplican a la basura atómica, se evitaría su ominosa fuga al entorno natural... y, probablemente, se obligaría a paralizar a una industria incapaz de hacerse cargo de los sobrecostes.
De poco servirá también que ecologistas míticos como James Lovelock hayan propuesto el jardín de su casa para almacenar residuos radiactivos, en la confianza de que se extraiga de la mente colectiva el atávico e irracional miedo a lo nuclear.
Lo cierto es que nadie querría vivir en la casa de Lovelock. Pero, nos guste o no, alguien tendrá que hacerlo. Mientras el tiempo corre, las piscinas de las centrales se llenan y Francia sigue pasando la factura de casi 40.000 euros al día que firmamos en 1994 para que se hicieran cargo de los residuos derivados del desmantelamiento de Vandellós 1. Factura que, por cierto, está a punto de multiplicarse. El contrato expira en 2011: a partir de esa fecha, el país vecino o nos devuelve la basura o nos penaliza con un cose de 60.000 euros diarios.
¿Tendremos que seguir pagando para no asumir nuestras responsabilidades? Denlo por hecho. Porque estaremos sin ATC, al menos, hasta 2014.
Cuán distinto sería todo si, definitivamente, empezáramos a dejar de pensar en los residuos como residuos. La ciencia está muy cerca de lograr métodos seguros para reutilizar el combustible gastado. La basura radiactiva, como ocurre con la de casa, dejará de ser un muerto que nadie quiere enterrar para convertirse en una oportunidad. Puede que en ocho o diez años esta tecnología esté a nuestro alcance y, junto a los reactores de cuarta generación o los futuros reactores de neutrones rápidos, convierta a la nuclear en la más poderosa, eficaz, barata y fiable de las energías renovables.
Claro, que para eso habrá que hacer algunos esfuerzos. En primer lugar, se ha de combatir los prejuicios y emplear con normalidad la palabra nuclear en los programas políticos. Algo harto improbable mientras nuestros políticos sigan secuestrados por la promesa del paraíso verde. Zapatero sigue dispuesto a enterrarlo todo... excepto su supuesto crédito ecologista. Un crédito que empieza a bajar a más velocidad que el Euribor gracias a su proverbial capacidad de jugar al despiste. En Greenpeace ya le han puesto tierra de por medio. La reciente noticia de que España (a pesar del empeño indisimulado del Gobierno) no albergará la sede de la Agencia Internacional de las Energías Renovables es todo un aviso para que pongamos los pies en el suelo. Al país que se postulaba como prototipo de las aspiraciones ecologistas le han ganado Abu Dabi (un emirato petrolero) y Francia (el adalid nuclear europeo). Ya nadie nos compra la propaganda verde.