Una madre y sus dos hijas, una de ellas disminuida psíquica, han tenido que irse de Isla Cristina (Huelva) mientras dos de los agresores sexuales de esta última permanecen tan tranquilos en sus casas. Tienen 13 años. La injusticia es de tal tamaño que el PP, con Soraya Sáenz de Santamaría a la cabeza, se ha sentado a reflexionar para ver qué pueden proponer al objeto de reparar el daño causado por una ley... propuesta por el propio PP, con el consejo de unos asesores de mesa de camilla que no salen a la calle ni siquiera para darse cuenta de que el niño jurídico que inventaron no existe.
Son de corta edad, pero no niños. Un niño no forma parte de una banda de desalmados que viola y tortura a una chica de 13 años, es decir, de su edad; a la que conocen porque es su vecina y abandonan llorosa y doliente. Un niño no hace eso. La violación en grupo es un acto de delincuentes; un grupo dirigido por un líder que puede ser el más pequeño en edad pero el más grande en vileza.
La Ley del Menor es globalmente responsable de que todas las bandas que se precien cuenten con un menor entre sus filas, un elemento útil, osado, dispuesto a cualquier cosa, que sabe perfectamente que no será castigado por lo que haga. Aunque mate, queme, viole, torture o despiece. La Ley del Menor tuvo asesores de un progresismo rancio en un partido de derechas que antes velaba por la seguridad y la tranquilidad de la familia: hoy se preocupa por el daño causado y trata de bajar la edad penal, quizá hasta donde termina la infancia: podrían ser los 12 años. El primero que puso este límite fue Esteban Ibarra, presidente del Movimiento contra la Intolerancia. Nada sospechoso de reaccionario ni de comeniños.
El código penal en vigor permite a los que han cumplido los 13 tener relaciones sexuales completas con mayores, siempre que sean consentidas. Es decir, les reconoce la capacidad de disfrutar de su cuerpo, para lo que están preparados. En cambio, asestan diecisiete puñaladas a su profesor no son responsables. La contradicción es categórica. Cuando pensamos en un niño no tenemos en mente a una persona que manteniene relaciones sexuales plenas, y mucho menos con adultos. Es algo que no concebimos. Un menor es un niño que precisa de protección, orientación y cuidados. Quien se acuesta libremente con quien quiere lo que necesita no es protección de su falsa infancia, sino que la sociedad le reconozca no ya su culpabilidad, sino su responsabilidad.
Recuerdo que, cuando era crío, todo mi empeño era quitarme el pantalón corto –por cierto, que por entonces estaban aquellos niños profesionales de la OJE–. Ponerme el pantalón largo y que me dieran autonomía. La sociedad debe reconocer a los que quieren emprender su camino de adultos. Por ejemplo, dejarles tomar decisiones, permitirles conducir, confiar en ellos para abrir una cuenta corriente. Un chaval de 14 años maneja mejor el iPhone que el que lo inventó, y probablemente conduzca como Alonso cuando está inspirado.
En la actualidad, los niños jurídicos están inutilizados para ejercer su voluntad, no se les tiene en cuenta; están sobreprotegidos. En las bandas, por el contrario, les estimulan, confían en ellos: incluso les dejan la parte más difícil de los planes.
Todo esto no significa que el menor infractor deba ir a la cárcel como un adulto, sino que se abandone la impunidad para los que son responsables. En eso Soraya y sus muchachos parecen estar hilando fino: serán medidas educativas pero obligatorias. Si imponen sus correcciones a su propia ley fracasada, que sea de verdad.
Por otro lado, la responsabilidad penal debería empezar a los 12 años, cuando se acaba la infancia. Hasta la naturaleza lo reconoce: las chicas pueden quedarse embarazadas, los chicos desarrollan coraje y personalidad (también las chicas). Es la maquinaria social equivocada la que los quiere niños hasta los 18. A los 12 dejan de serlo, y si hacen algo malo deben ser corregidos, para que la ley recupere su efecto disuasorio. A los 14 pueden heredar, testificar en un juicio; a los 16, irse de casa, trabajar. Lo próximo debería ser votar, ya que el Gobierno no tiene problema para dejarles abortar.
Son de corta edad, pero no niños. Un niño no forma parte de una banda de desalmados que viola y tortura a una chica de 13 años, es decir, de su edad; a la que conocen porque es su vecina y abandonan llorosa y doliente. Un niño no hace eso. La violación en grupo es un acto de delincuentes; un grupo dirigido por un líder que puede ser el más pequeño en edad pero el más grande en vileza.
La Ley del Menor es globalmente responsable de que todas las bandas que se precien cuenten con un menor entre sus filas, un elemento útil, osado, dispuesto a cualquier cosa, que sabe perfectamente que no será castigado por lo que haga. Aunque mate, queme, viole, torture o despiece. La Ley del Menor tuvo asesores de un progresismo rancio en un partido de derechas que antes velaba por la seguridad y la tranquilidad de la familia: hoy se preocupa por el daño causado y trata de bajar la edad penal, quizá hasta donde termina la infancia: podrían ser los 12 años. El primero que puso este límite fue Esteban Ibarra, presidente del Movimiento contra la Intolerancia. Nada sospechoso de reaccionario ni de comeniños.
El código penal en vigor permite a los que han cumplido los 13 tener relaciones sexuales completas con mayores, siempre que sean consentidas. Es decir, les reconoce la capacidad de disfrutar de su cuerpo, para lo que están preparados. En cambio, asestan diecisiete puñaladas a su profesor no son responsables. La contradicción es categórica. Cuando pensamos en un niño no tenemos en mente a una persona que manteniene relaciones sexuales plenas, y mucho menos con adultos. Es algo que no concebimos. Un menor es un niño que precisa de protección, orientación y cuidados. Quien se acuesta libremente con quien quiere lo que necesita no es protección de su falsa infancia, sino que la sociedad le reconozca no ya su culpabilidad, sino su responsabilidad.
Recuerdo que, cuando era crío, todo mi empeño era quitarme el pantalón corto –por cierto, que por entonces estaban aquellos niños profesionales de la OJE–. Ponerme el pantalón largo y que me dieran autonomía. La sociedad debe reconocer a los que quieren emprender su camino de adultos. Por ejemplo, dejarles tomar decisiones, permitirles conducir, confiar en ellos para abrir una cuenta corriente. Un chaval de 14 años maneja mejor el iPhone que el que lo inventó, y probablemente conduzca como Alonso cuando está inspirado.
En la actualidad, los niños jurídicos están inutilizados para ejercer su voluntad, no se les tiene en cuenta; están sobreprotegidos. En las bandas, por el contrario, les estimulan, confían en ellos: incluso les dejan la parte más difícil de los planes.
Todo esto no significa que el menor infractor deba ir a la cárcel como un adulto, sino que se abandone la impunidad para los que son responsables. En eso Soraya y sus muchachos parecen estar hilando fino: serán medidas educativas pero obligatorias. Si imponen sus correcciones a su propia ley fracasada, que sea de verdad.
Por otro lado, la responsabilidad penal debería empezar a los 12 años, cuando se acaba la infancia. Hasta la naturaleza lo reconoce: las chicas pueden quedarse embarazadas, los chicos desarrollan coraje y personalidad (también las chicas). Es la maquinaria social equivocada la que los quiere niños hasta los 18. A los 12 dejan de serlo, y si hacen algo malo deben ser corregidos, para que la ley recupere su efecto disuasorio. A los 14 pueden heredar, testificar en un juicio; a los 16, irse de casa, trabajar. Lo próximo debería ser votar, ya que el Gobierno no tiene problema para dejarles abortar.