Escrito hace veinte años, me salió un libro muy personal, incluso excesivamente personal, pero he preferido dejarlo así, corrigiendo sólo el estilo, a trozos muy descuidado.
Sí expondré aquí el contexto: en aquellos años yo tenía 38-39 y vivía, soltero por completo, en un piso no alejado del Ateneo de Madrid, compartido con algunos estudiantes de otros países. Pagaba 13.000 pesetas por la habitación, un precio amistoso que me hacía la dueña, Clara Bastianon, profesora húngara. En conjunto ganaba un promedio de 20.000 pesetas mensuales con artículos ocasionales en Diario 16, ABC y otros, cantidad mínima con la cual subsistía gracias a una economía espartana, de la que me sentía un poco orgulloso.
Menciono el Ateneo porque pasaba en él casi todo mi tiempo. Su utilidad, pese a llevar yo veinte años viviendo en Madrid, me la había descubierto un periodista suizo, Daniel Haener. Tan pronto me levantaba salía para el lugar, donde, en la cafetería o la biblioteca, pasaba la mañana. Volvía a casa para hacerme la comida y charlar con los demás inquilinos, y retornaba a la degradada institución. En ella abundaban, sobre todo, opositores y estudiantes, muy centrados en sus estudios y futuras profesiones, y casi todos ajenos a cualquier impulso cultural desinteresado. Deprimía escuchar sus conversaciones romas, triviales hasta la náusea. Un grupo de edad más avanzada, y viejos, formaba en el salón de la Cacharrería y la adyacente Galería de Retratos tertulias informales, generalmente de cotilleo, a menudo cargadas de veneno y de altura no muy superior a las de los estudiantes. Predominaba un progresismo muy barato, aunque por entonces poco agresivo. Todo ello con las excepciones de rigor.
El ambiente podría engañar: bastantes conferencias, presentaciones de libros, exposiciones de pintura, etc. Actividades de pura exhibición, muy desiguales, la mayor parte por iniciativas externas a la "docta casa", faltas de plan, continuidad o diseño, al gusto de un público deseoso de sentirse culto sin entender ni aportar gran cosa.
Unos años antes de hacerme socio, y después de la "larga noche franquista", el Ateneo había sido "devuelto a los socios", como se decía demagógicamente –dependía de cuantiosas subvenciones oficiales–. En realidad, la institución había funcionado bien, a veces muy bien, bajo el franquismo, pero se daba por sentado que en la nueva época alcanzaría cumbres de cultura "científica, literaria y artística". Pugnaron por la dirección dos tendencias: la conservadora de Julián Marías, Chueca, Paulino Garagorri, Francisco Ynduráin y otros conocidos intelectuales; y la progresista, cercana al PSOE e integrada por Ruiz Giménez, Francisco Fernández Ordóñez, López Aranguren, José María Maravall, Tovar, Laín... Pronto brillaron los portentos de la nueva época: advirtiendo que perderían las elecciones, los progresistas se retiraron con escándalo, acusando a sus contrarios de "irregularidades electorales" y de gastar mucho dinero en la campaña (indicio, afirmaban, de "intereses ajenos al Ateneo"). Acusaciones bajas, falsas y sin la menor enjundia intelectual o ideológica. Todo con el apoyo mediático de El País, que en el trance ya mostró su peculiar concepto de la información.
El aparente triunfo de la candidatura conservadora sólo prologaría un verdadero calvario para ella y la institución. Una oposición progresista organizó el boicot permanente, a base de insultos, gritos en las asambleas e intimidaciones: dudo de que Marías y los demás hayan sufrido en su vida vejaciones semejantes. Terminaron dándose por vencidos, y desde entonces el nivel intelectual del Ateneo cayó en picado. Quizá no daba para más la docta casa, reflejo por otra parte del panorama cultural hispano.
La casa contaba con una pequeña minoría dispersa de intelectuales genuinos y personajes interesantes, y por un tiempo lo pasé bien organizando tertulias y asociaciones diversas. En torno a viajes como los de este libro quise promover un senderismo cultural siguiendo la red de calzadas romanas, a lo largo de las cuales tomó forma España. El Ateneo está bien concebido para una actividad digamos ateniense, y hasta pensé en explotar sus mejores rasgos y reformarlo. Durante unos años traté de poner en marcha actividades más incisivas y de mayor alcance, pero no tardé en descubrir que la pasividad predominante se transformaba en enérgica iniciativa para demoler lo que algunos intentábamos, y en furiosas peleas por el poder, un poder sin otra utilidad que la de figurar. Perdí muchas energías en balde, hasta que lo dejé para dedicarme de lleno a escribir Los orígenes de la guerra civil.
Tal fue, muy resumido, el contexto de estos viajes, y acaso sirva de orientación al lector. (...)
NOTA: Este texto está tomado del prólogo de VIAJE POR LA VÍA DE LA PLATA (Libros Libres), el más reciente libro de PÍO MOA, del que se hablará largo y tendido en la próxima edición de LD LIBROS.