Antes incluso del éxito abrumador de aquella serie que protagonizaba Antonio Ferrandis en el papel de Chanquete, sabíamos que el verano era, en términos gastronómicos, azul. Y es que es en verano cuando más apetecen esos pescados grasos y sabrosos, generalmente en preparaciones sencillas. Pescaditos, por lo general –sardinas, jureles...–, pero también pescados de buen tamaño, como los atunes.
Deben ustedes abstenerse en lo posible de consumir atún rojo, que está en grave peligro de extinción por sobreexplotación, y dedicar sus esfuerzos culinarios al atún blanco o bonito del Norte, cuya temporada es, justamente, la veraniega.
Bien, pues este verano que se ha ido ha sido francamente azul en lo que a mí respecta. Azul con algún toque rojo, porque año tras año me convenzo de que los tomates, cuando están buenos, es en verano, cuando son macizos, huelen a tomate, pesan, apenas tienen dentro nada más que pulpa... Sí: los tomates, indiscutiblemente, son para el verano. Para tomarlos, maticemos, tal cual, sin más requisitos que pelarlos, cortarlos y ponerles sal y un hilo de aceite virgen. Nada más, que no les hace falta.
Pero vuelvo a los pescados azules. A los pescaditos, concretamente. Este verano pude disfrutar de algunas cosas verdaderamente notables. Una, engañosamente sencilla; la otra, fruto de una afortunada asociación de ideas de un buen cocinero gallego. La sencilla no es más que lo que en Coruña llamamos parrochiñas y en el sur gallego xoubiñas, sencillamente fritas. Tiene su arte. En primer lugar, han de estar casi vivas al comprarlas y ser de tamaño legal, pero ni un milímetro más grandes.
A diferencia de lo que ocurre con las sardinas para asar, a éstas, que van a ser fritas, hay que eliminarles algunas cosas no deseables, concretamente las tripas, haciendo una incisión pequeña por debajo y detrás de la cabeza. Limpias, pues, por dentro y por fuera, y espolvoreadas discretamente con sal, hay varias posibilidades de operar a continuación. Hay –debería decir, quizás, "había", porque hace tiempo que no las hacen así– una tasca en la vieja zona de los vinos coruñesa donde las sardinitas, en esas condiciones, van a una plancha en la que no hay más que una gota de aceite. Se hacen por un lado, se voltean todas juntas con una espátula, se salan –en este caso ahora, no antes– y se sirven. Deliciosas.
Lo más normal es freírlas. Para ello, hay que rebozarlas con harina. Un joven cocinero coruñés, Iván Joglar, utiliza harina gorda... y saca unas parrochitas magistrales. Domina la fritura, de manera que la costra externa está dorada y un punto crujiente, y el interior del pescadito jugoso y tierno. Por supuesto, las sardinillas llegan al cliente sin una sola gota de grasa, perfectamente escurridas. Les diré: una ración no es más que el preámbulo de una segunda y la esperanza de una tercera, con sendas copas de albariño al lado.
La otra revelación del verano me la dio Pepe Solla, que está en un momento de gloria. Me cuenta que se le ocurrió cuando alguien le pidió un bloody mary y fue a ver la fórmula: un tercio de vodka, dos de zumo de tomate, un toque de limón, otro de tabasco, sal, pimienta... Pensó que ése podría ser el principio de una salsa muy rica, y se le ocurrió que sería perfecta, con alguna modificación, para acompañar a un pescado azul.
Hizo el bloody mary, le puso una puntita de gelatina para poder luego trabajarla en el sifón de espumas, no para llegar tan lejos, sino para darle una cierta consistencia y adornarla con alguna burbuja, y la puso al lado de un lomo de caballa hecho en punto perfecto al vapor. Al otro lado, un simple cebollino cortado casi con láser y convertido en una cosa crujientísima. Y ya. Un plato sorprendente, magnífico, un tanto pícaro y todo.
Deben ustedes abstenerse en lo posible de consumir atún rojo, que está en grave peligro de extinción por sobreexplotación, y dedicar sus esfuerzos culinarios al atún blanco o bonito del Norte, cuya temporada es, justamente, la veraniega.
Bien, pues este verano que se ha ido ha sido francamente azul en lo que a mí respecta. Azul con algún toque rojo, porque año tras año me convenzo de que los tomates, cuando están buenos, es en verano, cuando son macizos, huelen a tomate, pesan, apenas tienen dentro nada más que pulpa... Sí: los tomates, indiscutiblemente, son para el verano. Para tomarlos, maticemos, tal cual, sin más requisitos que pelarlos, cortarlos y ponerles sal y un hilo de aceite virgen. Nada más, que no les hace falta.
Pero vuelvo a los pescados azules. A los pescaditos, concretamente. Este verano pude disfrutar de algunas cosas verdaderamente notables. Una, engañosamente sencilla; la otra, fruto de una afortunada asociación de ideas de un buen cocinero gallego. La sencilla no es más que lo que en Coruña llamamos parrochiñas y en el sur gallego xoubiñas, sencillamente fritas. Tiene su arte. En primer lugar, han de estar casi vivas al comprarlas y ser de tamaño legal, pero ni un milímetro más grandes.
A diferencia de lo que ocurre con las sardinas para asar, a éstas, que van a ser fritas, hay que eliminarles algunas cosas no deseables, concretamente las tripas, haciendo una incisión pequeña por debajo y detrás de la cabeza. Limpias, pues, por dentro y por fuera, y espolvoreadas discretamente con sal, hay varias posibilidades de operar a continuación. Hay –debería decir, quizás, "había", porque hace tiempo que no las hacen así– una tasca en la vieja zona de los vinos coruñesa donde las sardinitas, en esas condiciones, van a una plancha en la que no hay más que una gota de aceite. Se hacen por un lado, se voltean todas juntas con una espátula, se salan –en este caso ahora, no antes– y se sirven. Deliciosas.
Lo más normal es freírlas. Para ello, hay que rebozarlas con harina. Un joven cocinero coruñés, Iván Joglar, utiliza harina gorda... y saca unas parrochitas magistrales. Domina la fritura, de manera que la costra externa está dorada y un punto crujiente, y el interior del pescadito jugoso y tierno. Por supuesto, las sardinillas llegan al cliente sin una sola gota de grasa, perfectamente escurridas. Les diré: una ración no es más que el preámbulo de una segunda y la esperanza de una tercera, con sendas copas de albariño al lado.
La otra revelación del verano me la dio Pepe Solla, que está en un momento de gloria. Me cuenta que se le ocurrió cuando alguien le pidió un bloody mary y fue a ver la fórmula: un tercio de vodka, dos de zumo de tomate, un toque de limón, otro de tabasco, sal, pimienta... Pensó que ése podría ser el principio de una salsa muy rica, y se le ocurrió que sería perfecta, con alguna modificación, para acompañar a un pescado azul.
Hizo el bloody mary, le puso una puntita de gelatina para poder luego trabajarla en el sifón de espumas, no para llegar tan lejos, sino para darle una cierta consistencia y adornarla con alguna burbuja, y la puso al lado de un lomo de caballa hecho en punto perfecto al vapor. Al otro lado, un simple cebollino cortado casi con láser y convertido en una cosa crujientísima. Y ya. Un plato sorprendente, magnífico, un tanto pícaro y todo.
Verano azul. No lo habrá sido el cielo agosteño en muchas zonas de España –en Coruña, como diría Wenceslao Fernández Flórez, este año el verano cayó en jueves–, pero sí que lo han sido muchos platos en toda la costa española. Hemos contado dos experiencias; añadan ustedes sardinas de tamaño normal hechas en las brasas, algún que otro marmitako de atún blanco, varias caballas al horno con mostaza, no pocos chicharrillos sencillamente fritos, algún bocarte –boquerón o anchoa– en el mismo estado... Sí: en verano hay que disfrutar del pescado azul. Y, encima... es sanísimo. Quién se lo iba a decir a nuestras abuelas.
© EFE