El chico era limpio, ordenado, buen estudiante y trabajador. Pero de un día para otro cambió su estilo. Empezó a faltar a sus propias reglas. Apenas rendía en el estudio. Y cada vez más se parecía a uno de esos hippies desordenados, con el pelo largo, callados y hundidos.
Ahora se investiga si fingió para ser declarado inimputable. Una de las cosas que pudo pasar es que fuera captado por una sexta destructiva a través de internet. Los agentes se han llevado su ordenador y buscan el histórico de visitas y los correos electrónicos.
El hecho de formar parte de una familia de clase media, tener edad de adolescente adocenado y un hermano de quien cuidar iguala este caso al del Asesino de la Catana, de Murcia. Los dos estaban sobrepasados por los estudios y por las obligaciones familiares. Los padres no pueden darse cuenta porque es cosa de expertos en la mente, psicólogos o psiquiatras, pero el esfuerzo era demasiado evidente y cualquier día se podía romper. Muchas veces se trata del carácter o de una mala racha, pero estas cosas no vienen solas.
La crueldad excesiva del crimen, los hachazos y desgarros señalan una rabia por fin desatada. Todo habría sido diferente de contar con alguien que le entienda a uno cuando se está más atormentado, en el momento mismo en que debes decidir. Si eres inteligente sufre más. Te das cuenta de todo y todo es peor. Un chico como él sabe que hay que dominar el territorio para poderlo pisar con un miembro de tu familia que necesita ayuda especial.
Creemos que la sociedad transmite una idea de que los discapacitados serán atendidos, que las personas que lo necesiten serán auxiliadas. Y luego resulta que no, que no hay solución ni para los zurdos, que si necesitan un cubierto especial no dan con él.
El chico de Portugalete cuenta con que es menor, pero encima le cae de pronto el último cumpleaños con impunidad. Ante el agobio que le atenaza, su fecha de cumpleaños es un disparadero. Al de la catana hubo que reconocerle que habría sido demasiado que él se ocupara de la alimentación y el cuidado de su hermana con síndrome de Down.
De manera que alguien debió de advertirle para que no le pillara de sorpresa: la sociedad comparte el riesgo de los discapacitados y tiene que sostener a las familias afectadas. Tú solo tienes que aportar tu parte.
Los cuidadores de enfermos severos sufren el síndrome del cuidador quemado. En ese caso, se llega a un exceso de trabajo que produce indignación e ira.
El chico de la catana no se puede decir que quería a sus seres más cercanos, sino más bien que sentía una enorme curiosidad por lo que hacían. Aquella noche de las muertes tal vez se sentía sobrepasado por la obligación como si le faltara el aire. Se acostó con la espada japonesa, la catana, afilada al pelo, y a media noche, con la casa llena de sueño, se lió a dar golpes con la cuchilla de acero. Decapitó a los padres y luego a su hermana. Seguro que hubo dolor y confusión, pero el dato era claro: los padres serían mayores y él estaría al cargo de todo, de una empresa imposible, para la que no estaba preparado. El acero de la espada le evitaría un destino inaguantable.
En la misma Murcia, muchos años antes hubo un episodio parecido con Piedad, una niña muy joven al cargo de siete hermanitos. De pronto los niños empezaron a morir, siempre del menor al mayor, uno tras otro. Era la tragedia de los Martínez del Águila, lo recuerdo bien. Internaron a todos, los mantuvieron en cuarentena, pero siguieron muriendo.
Al final, un policía listo descubrió lo que pasaba: la niña pequeña conocía la existencia de unas bolas de veneno que se utilizaban para dar lustre a las piezas plateadas de las motos, un veneno mortal. Dicen que el poli se llevó a la niña a tomar un café, y empezaron a jugar como si el poli quisiera echarle a la pequeña la bola de arsénico en la leche, pero ella puso mala cara y dijo que era veneno. ¿Es lo que le has dado a tus hermanos?
Desde entonces la pequeña desapareció de Murcia. Dicen que la ingresaron en un convento de la localidad, pero nada se supo de cierto. Hay quien afirma que la envenenadora se hizo monja. El síndrome del cuidador quemado –ella atendía la casa, la comida, la limpieza, los niños– la había llevado a quitarse de encima parte del trabajo. Los investigadores al principio fueron incapaces de darse cuenta del drama que vivía la unidad familiar; pero con el tiempo estaba claro que el descanso no era para todos. Y además había quien llevaba la peor parte. La niña exhausta descubrió que hacer una cosa muy mala la libraba de la angustia. A su corta edad, no tenía mayores elementos de juicio.
Quizá el chico de Portugalete ha vivido momentos similares, cuestiones y angustias especialmente peligrosas. Los niños españoles precisan un examen psíquico. Tal vez así muchos superarían su mal humor, su pelea con el mundo y su pasado.
Si la sociedad quiere que lo malo sea compartido, tendrá que aprender a enseñar que la caridad y la solidaridad son esenciales en un mundo de plástico.