En ese estado puedes elegir si quieres morir en la vieja Old Spassky, la silla eléctrica, o por obra de la inyección letal. Ventajas de ser condenado en una democracia rica. Es posible que Pablo piense en ello alguna vez. Los calambres de la electricidad o el dolor paralizante de la química en vena.
Le acusan sin pruebas de un triple crimen: el que acabó con la vida de Casimir Sucharski, dueño de un club, y de las modelos Sharon Anderson y Marie Rodgers. Nada más. No hay motivos ni explicaciones, no hay testigos. No hay in dubio pro reo. Y lo más importante: las pruebas científicas no coinciden.
Ni el ADN ni las huellas dactilares encontradas en la escena del crimen son de Pablo Ibar. Entonces qué. Pues que se trata de un falso culpable.
Aquí no es que se deba estar en contra de la pena de muerte, de una forma abstracta y elevada, sino que hay que echar pie a tierra y estar en contra de esta condena cutre, parcheada, falsa y errónea.
Pablo Ibar es inocente. Y lo es porque no hay una sola prueba que indique que mató a Sucharski y a las modelos. ¿Pero cómo es posible que le hayan condenado? ¡Ah, si! ¡Ha sido largo y costoso! ¡Ha costado un buen montón de millones de dólares al contribuyente! ¡Por eso no sueltan la presa! Y sin embargo están equivocados: han condenado a Pablo porque necesitaban alguien a quien echar la culpa y porque la estadística indica que la mayoría de los condenados a muerte en USA son negros o hispanos.
Hay un video, como dicen ufanos, en el que se ve la cara de uno de los dos agresores de Sucharski en su casa de Miramar. Analizada por un experto, se parece a la de Pablo como un huevo a una castaña. Las fiscales claman entonces que el perito no es imparcial. ¡Pero señoras: si no se parece en nada!
El sospechoso lleva una sudadera en la cabeza y luego se la quita. La arroja al suelo. La policía la somete a análisis y descubre que tampoco ahí hay ADN de Ibar. En resumen, es un falso culpable, de los que gustaban a Hitchcock para sus cuentos de terror. Lo malo es que este cuento dura ya demasiado.
Pablo, de 37 años, sobrino del boxeador Urtain, el Morrosco de Cestona, español, lleva quince años en una cárcel americana por un crimen que no cometió. Pero le han dado la vuelta al calcetín. Cosa que a los que seguimos el proceso contra aquel otro español, Joaquín José Martínez, salvado del corredor de la muerte gracias a cien millones de pesetas que reunió el pueblo español, no nos extraña, porque sabemos mucho de pruebas falsas, manipuladas, incluso fabricadas, y testimonios forzados. El caso contra Martínez era tan falso y embustero que el mismo juez que le condenó a muerte tuvo que absolverlo después... ¡y con las mismas pruebas! Yo vi la cara, con reflejos naranja, que ponía Joaquín. Hasta él, como ahora Pablo, se extrañó de aquel cambio de criterio de Su Señoría. Ya estaba libre, podía abandonar la celda de la muerte. Por medio, muchos millones que cortaron las amarras; porque la justicia es con frecuencia cuestión de millones.
El Congreso español aprobó el año pasado una partida de 500.000 euros para ayudar a los españoles que afrontan condenas a muerte en el extranjero. Sin embargo, en verano el Gobierno adoptó una decisión inexplicable: limitó el gasto real a sólo 60.000 euros. Lo cual que Moratinos no sabe lo que vale un peine. Ibar, para tener alguna posibilidad, necesita desembolsar 200.000 dólares para el recurso al Supremo de la Florida, otros 900.000 para el proceso posterior, 55.000 para pruebas de ADN mitocondrial y 20.000 para gastos relacionados con los testigos. Así que, que estos políticos timoratos no vayan diciendo por ahí que están contra la pena de muerte.
Pablo lleva quince años en la cárcel. La mayoría de ese tiempo lo ha pasado en el corredor de la muerte, vestido de naranja y encadenado. Es un mocetón vasco, guapo, sano, de mirada limpia. No ha matado a nadie. Es un joven atrapado en una tela de araña, condenado por un abogado incompetente y una justicia enredada en sí misma. Pero por aquí no hay ningún corresponsal de verbo cálido que lo transmita en su televisión banal, ni un Truman Capote de vía estrecha que cuente su infierno a sangre fría en un best seller que le quite el puesto a los libros de tontadas.
Como no se den aire, estos ministros de corto vuelo, de inglés macarrónico o a todo lo más costero de la Costa del Sol, de escasa formación jurídica y nula vocación humanitaria, tan distintos al gigante Nicolás Salmerón, que dimitió de presidente del Consejo por no firmar una pena de muerte; estos ministros, digo, renovarán en el cargo después de haberse tragado sin decir ni pío la condena de un falso culpable.
Le acusan sin pruebas de un triple crimen: el que acabó con la vida de Casimir Sucharski, dueño de un club, y de las modelos Sharon Anderson y Marie Rodgers. Nada más. No hay motivos ni explicaciones, no hay testigos. No hay in dubio pro reo. Y lo más importante: las pruebas científicas no coinciden.
Ni el ADN ni las huellas dactilares encontradas en la escena del crimen son de Pablo Ibar. Entonces qué. Pues que se trata de un falso culpable.
Aquí no es que se deba estar en contra de la pena de muerte, de una forma abstracta y elevada, sino que hay que echar pie a tierra y estar en contra de esta condena cutre, parcheada, falsa y errónea.
Pablo Ibar es inocente. Y lo es porque no hay una sola prueba que indique que mató a Sucharski y a las modelos. ¿Pero cómo es posible que le hayan condenado? ¡Ah, si! ¡Ha sido largo y costoso! ¡Ha costado un buen montón de millones de dólares al contribuyente! ¡Por eso no sueltan la presa! Y sin embargo están equivocados: han condenado a Pablo porque necesitaban alguien a quien echar la culpa y porque la estadística indica que la mayoría de los condenados a muerte en USA son negros o hispanos.
Hay un video, como dicen ufanos, en el que se ve la cara de uno de los dos agresores de Sucharski en su casa de Miramar. Analizada por un experto, se parece a la de Pablo como un huevo a una castaña. Las fiscales claman entonces que el perito no es imparcial. ¡Pero señoras: si no se parece en nada!
El sospechoso lleva una sudadera en la cabeza y luego se la quita. La arroja al suelo. La policía la somete a análisis y descubre que tampoco ahí hay ADN de Ibar. En resumen, es un falso culpable, de los que gustaban a Hitchcock para sus cuentos de terror. Lo malo es que este cuento dura ya demasiado.
Pablo, de 37 años, sobrino del boxeador Urtain, el Morrosco de Cestona, español, lleva quince años en una cárcel americana por un crimen que no cometió. Pero le han dado la vuelta al calcetín. Cosa que a los que seguimos el proceso contra aquel otro español, Joaquín José Martínez, salvado del corredor de la muerte gracias a cien millones de pesetas que reunió el pueblo español, no nos extraña, porque sabemos mucho de pruebas falsas, manipuladas, incluso fabricadas, y testimonios forzados. El caso contra Martínez era tan falso y embustero que el mismo juez que le condenó a muerte tuvo que absolverlo después... ¡y con las mismas pruebas! Yo vi la cara, con reflejos naranja, que ponía Joaquín. Hasta él, como ahora Pablo, se extrañó de aquel cambio de criterio de Su Señoría. Ya estaba libre, podía abandonar la celda de la muerte. Por medio, muchos millones que cortaron las amarras; porque la justicia es con frecuencia cuestión de millones.
El Congreso español aprobó el año pasado una partida de 500.000 euros para ayudar a los españoles que afrontan condenas a muerte en el extranjero. Sin embargo, en verano el Gobierno adoptó una decisión inexplicable: limitó el gasto real a sólo 60.000 euros. Lo cual que Moratinos no sabe lo que vale un peine. Ibar, para tener alguna posibilidad, necesita desembolsar 200.000 dólares para el recurso al Supremo de la Florida, otros 900.000 para el proceso posterior, 55.000 para pruebas de ADN mitocondrial y 20.000 para gastos relacionados con los testigos. Así que, que estos políticos timoratos no vayan diciendo por ahí que están contra la pena de muerte.
Pablo lleva quince años en la cárcel. La mayoría de ese tiempo lo ha pasado en el corredor de la muerte, vestido de naranja y encadenado. Es un mocetón vasco, guapo, sano, de mirada limpia. No ha matado a nadie. Es un joven atrapado en una tela de araña, condenado por un abogado incompetente y una justicia enredada en sí misma. Pero por aquí no hay ningún corresponsal de verbo cálido que lo transmita en su televisión banal, ni un Truman Capote de vía estrecha que cuente su infierno a sangre fría en un best seller que le quite el puesto a los libros de tontadas.
Como no se den aire, estos ministros de corto vuelo, de inglés macarrónico o a todo lo más costero de la Costa del Sol, de escasa formación jurídica y nula vocación humanitaria, tan distintos al gigante Nicolás Salmerón, que dimitió de presidente del Consejo por no firmar una pena de muerte; estos ministros, digo, renovarán en el cargo después de haberse tragado sin decir ni pío la condena de un falso culpable.