Durante mucho tiempo, los científicos contemplaron los virus como unos entes en la frontera de lo vivo y lo inerte cuya supervivencia depende, como buenos parásitos, de que logren colarse en una célula huésped, para secuestrarle su maquinaria genética y ponerla al servicio de sus intereses, esto es, hacer copias de sí mismos. Pero esta fragilidad existencial sólo es aparente, ya que, para sorpresa de los biólogos, los virus son más abundantes, diversos y complejos de lo que jamás se llegó a pensar. Cálculos recientes estiman que existen más genes desconocidos en el mundo viral que en el conjunto de los demás seres vivos. Esta riqueza genética no es asunto baladí, ya que tiene un impacto insospechado en el resto de las criaturas terrestres.
En sus ansias reproductivas, los virus inyectan sus genes en el ADN de sus huéspedes y vuelven a salir, multiplicados por cientos o miles, encapsulados en nuevas partículas víricas. Recordemos que un virus es como un kinder sorpresa, una envoltura, en este caso no de chocolate sino de proteínas y azúcares, que guarda en su interior una sorpresa, el material genético. Pues bien, dicen los biólogos que este trasiego de genes virales se erige como el mayor motor evolutivo de los organismos superiores. Incluso dentro de nuestra molécula de ADN, los genes virales trabajan a destajo.
Paradójicamente, a pesar de su protagonismo en la naturaleza, los genes son unos desconocidos para la ciencia. Su tamaño ha tenido mucho que ver. No fue hasta la década de los 80 cuando estos seres liliputienses empezaron a mostrar su rostro en las pantallas de los microscópicos electrónicos. Con la ayuda de esta tecnología, un equipo de investigadores de la Universidad de Bergen, en Noruega, demostró que la concentración de virus en los medios acuáticos era sobrecogedora: 10 millones de veces mayor de lo que entonces se creía. Hoy se sabe que estaban en lo cierto. Un mililitro de agua recogida del mar de Barens puede contener 60.000 partículas virales, mientras que en una gota del mismo tamaño recogida en la superficie del lago alemán Plusses puede llegar a haber la friolera de ¡245 millones!
Además, su capacidad de adaptación a los ambientes más dispares es digna de elogio. Hay virus a 2.000 metros por debajo de la superficie terrestre, en las achicharrantes arenas del desierto del Sáhara, en los hielos polares y en los lagos de aguas ácidas. Los científicos estiman que en nuestro planeta viven 1031 virus, esto es, un 1 seguido de 31 ceros.
En la década de los 90 los investigadores consiguieron intimar con estas criaturas y empezar a desvelar algunos de sus secretos. Por ejemplo, descubrieron que en un metro cúbico de agua de mar había más diversidad genética de virus que la que se puede encontrar en cualquier otro grupo de seres vivos. Este hecho ha quedado demostrado gracias a las modernas técnicas de lectura genética, que permiten detectar en masa secuencias desconocidas de ADN viral. Los resultados son increíbles. Sin ir más lejos, en nuestras tripas viven como mínimo 1.200 virus diferentes, según el microbiólogo Forest Rohwer, de la Universidad Estatal de San Diego, en California. Y un en kilo de lodo marino la cifra se dispara por encima del millón.
Roger Hendrix y sus colegas de la Universidad de Pittsburgh también están perplejos por la riqueza genética de los virus, especialmente de los llamados bacteriófagos, que tienen como "presa" las bacterias. Tras analizar 40 bacteriófagos distintos, han descubierto que la mitad de sus genomas se componen de genes completamente nuevos para la ciencia. Éstos y otros resultados parecidos hacen que los científicos lleguen a una misma conclusión: la mayor parte del patrimonio genético de la naturaleza reside en el mundo invisible de los virus.
Éstos son un auténtico laboratorio de experimentación, del que surgen combinaciones insólitas de genes. Desde hace tiempo los científicos saben que los virus, y en especial los fagos, son auténticos artistas en el copy-paste, esto es, en cortar genes virales de aquí y allá y pegarlos de forma arbitraria. Y lo hacen con una habilidad pasmosa, como acaba de demostrar el equipo de Hendrix. Esto les sirve para mutar y crear nuevas estirpes víricas, capaces de adaptarse a nuevas situaciones.
Los virus se reinventan a sí mismos constantemente. Los expertos han calculado que cada segundo aparecen en el mundo un cuatrillón –un billón de billones– de nuevos virus. Seguramente, la mayoría de ellos son monstruos inviables, pero una pequeña cantidad sale adelante y consigue adaptarse al entono donde vive. Es una evolución darwiniana a gran escala.