A Malinowsky, el famoso antropólogo que trabajó allá por la Melanesia, le señalaron en cierta ocasión a una mujer muy fea que, sin embargo, había tenido un hijo. Todo el poblado daba por sentado que el hijo había nacido por generación espontánea, porque nadie sería capaz de acostarse con la madre. En la misma línea, Emilia Pardo Bazán narra el caso de una hermosa dama que hace la solemne promesa de cuidar a una pobre retrasada mental que malvive abandonada a su suerte si, por fin, Dios le concede un hijo. Pero al cabo de unos meses encuentra a la desgraciada dándole el pecho a un bebé. ¡Qué fuerte! Ni siquiera el aspecto de franciscano hirsuto que padeció la Barbosa de los Abruzos, retratada por Ribera con sus hijos, la mantuvo mocita. Parece que, mientras haya vagina, hay oferta de penes.
En la naturaleza no hay hembra despreciable. Lo raro es que una hembra tenga que cortejar. ¿Por qué, entonces, las mujeres cortejan como los hombres? ¿Es que no son el sexo caro? Bueno, es que los humanos negociamos el sexo en dos mercados diferentes: uno es el mercado libre y otro el matrimonial. Naturalmente, los hombres fanfarronean en el mercado libre a ver si alguna pica. Ahí, por supuesto, ellas no cortejan. Y aunque las cosas han cambiado mucho desde la aparición de los modernos anticonceptivos, las mujeres que quieren tener hijos prefieren el mercado matrimonial. Y ahí sí que cortejan para buscar el mejor marido posible.
Los hombres compiten entre ellos por el poder y la riqueza, y exhiben sus triunfos ante las mujeres. "Si las mujeres no existieran, todo el dinero del mundo dejaría de tener sentido", decía Onassis, que durante algún tiempo fue el hombre más rico del mundo. Sabía lo que decía. Las mujeres sólo veían su cara de sapo miope a través de su cartera. También Marilyn sabía lo que cantaba en Los caballeros las prefieren rubias:
En la naturaleza no hay hembra despreciable. Lo raro es que una hembra tenga que cortejar. ¿Por qué, entonces, las mujeres cortejan como los hombres? ¿Es que no son el sexo caro? Bueno, es que los humanos negociamos el sexo en dos mercados diferentes: uno es el mercado libre y otro el matrimonial. Naturalmente, los hombres fanfarronean en el mercado libre a ver si alguna pica. Ahí, por supuesto, ellas no cortejan. Y aunque las cosas han cambiado mucho desde la aparición de los modernos anticonceptivos, las mujeres que quieren tener hijos prefieren el mercado matrimonial. Y ahí sí que cortejan para buscar el mejor marido posible.
Los hombres compiten entre ellos por el poder y la riqueza, y exhiben sus triunfos ante las mujeres. "Si las mujeres no existieran, todo el dinero del mundo dejaría de tener sentido", decía Onassis, que durante algún tiempo fue el hombre más rico del mundo. Sabía lo que decía. Las mujeres sólo veían su cara de sapo miope a través de su cartera. También Marilyn sabía lo que cantaba en Los caballeros las prefieren rubias:
Los hombres se vuelven fríos cuando las chicas envejecen. Al final, todas perdemos nuestros encantos. Pero los diamantes no pierden su valor. Los diamantes son los mejores amigos de una chica.
No sólo las chicas son aficionadas a las joyas. A los hombres les embelesan las mujeres-joya. Caen como moscas, cautivados por los cabellos de oro, o de azabache, los dientes de perlas, los labios de coral, o de rubí, los ojos de esmeralda o turquesa, la piel de nácar y todo ese catálogo de orfebrería al que recurren los letristas de coplas.
Las hembras humanas, que durante la evolución conservaron rasgos infantiles en la edad adulta, supieron despertar una especie de instinto protector en los hombres, que las fueron seleccionando. Pero las mujeres son tan inteligentes que pronto aprendieron a dar gato por liebre. Por ejemplo, el pelo rubio, potente rejuvenecedor, se debe a una mutación que tuvo lugar hace tan solo diez u once mil años en el norte de Europa, cuando el clima era frío y escaseaban los alimentos. Según un estudio del antropólogo canadiense Peter Frost, los genes del pelo rubio, a pesar de ser recesivos, se extendieron rápidamente porque las rubias conseguían mejores parejas y, por lo tanto, mejor nivel de vida para ellas y sus hijos. Lo curioso es que, una vez descubiertas las ventajas de ser rubia, hasta las ministras que presumen de feministas se tiñen y se dan mechas descaradamente para suavizar las facciones. Y os voy a decir una cosa: se consigue más de todo, hasta en política, pasando por guapa y joven.
Se dice que el hombre, como el oso, cuanto más feo más hermoso. Ya, y un cuerno. Las mujeres, lo mismo que los hombres, están programadas para responder positivamente a rasgos juveniles y armoniosos como los de Brad Pitt o David Beckham, lo que ocurre es que es muy raro que los hombres parezcan angelitos de Rubens una vez que han sido empapados de testosterona. A un bebé le conviene parecer un querubín hechicero mientras necesite la atención de su madre, para luego, previo paso por la pubertad, convertirse en Silvester Stallone o Arnold Schwarzenegger. Por lo demás, las mujeres quieren hombres maduros y resueltos, así que enseguida sospechan que un tío con pinta de querubín no tiene media bofetada.
Nuestra cara fue, en otro tiempo, una señal genérica honesta, porque solía mostrar la juventud, la buena salud, la capacidad para cuidar de uno mismo o el alto estatus social. Pero hace un montón de miles de años que ya no es sincera, porque las mujeres intentan reforzar sus atractivos físicos por todos los medios, con el objeto de cautivar a los hombres de rango superior.
¡Oh, Dios mío! Ahora mismo, se me acaba de ocurrir otra de mis fascinantes teorías y voy a embelesaros con ella, fijaos bien: creo que las señales genéricas falsas y exageradas de las mujeres contribuyeron, en gran medida, a darnos un impulso cultural y tecnológico. El pelo de las mujeres, por ejemplo, crece más que el de ningún otro animal –el récord mundial lo tiene una mujer china, con cinco metros de melena– y constituye una señal genérica honesta de buena salud y vigor. Sólo un animal de alto rango puede permitirse su coste. Pero una melena que crece sin parar es un caso claro de evolución desenfrenada, un hándicap al estilo de Zahavi, capaz de poner en peligro la supervivencia de la especie. Nuestras antepasadas podían haber sucumbido bajo el peso de sus masas capilares, liadas entre los arbustos, o picadas por los piojos. Al menos desde que el pelo rizado se trasformó en lacio, al salir de África, las mujeres se enfrentaron al reto de cómo conservar un atributo de cortejo asesino.
Las herramientas emergieron no sólo para dar respuesta a necesidades sociales y tecnológicas serias, como la caza, también para cosas más frívolas, como la imperiosa necesidad femenina de cortar, anudar, trenzar, recogerse y adornarse los pelos. Desgraciadamente, no hay restos arqueológicos muy antiguos del cuidado capilar. Las primeras estatuillas venusinas sólo tienen 25.000 años de antigüedad, pero exhiben recogidos muy elaborados que demuestran que el desafío estaba resuelto ya en etapas muy anteriores. Yo diría que delatan una inteligencia y una tecnología superior a la factura de las estatuillas mismas. La presunción de las mujeres con respecto a su atavío debió de constituir una de las primeras manifestaciones culturales de la humanidad.
Las hembras humanas, que durante la evolución conservaron rasgos infantiles en la edad adulta, supieron despertar una especie de instinto protector en los hombres, que las fueron seleccionando. Pero las mujeres son tan inteligentes que pronto aprendieron a dar gato por liebre. Por ejemplo, el pelo rubio, potente rejuvenecedor, se debe a una mutación que tuvo lugar hace tan solo diez u once mil años en el norte de Europa, cuando el clima era frío y escaseaban los alimentos. Según un estudio del antropólogo canadiense Peter Frost, los genes del pelo rubio, a pesar de ser recesivos, se extendieron rápidamente porque las rubias conseguían mejores parejas y, por lo tanto, mejor nivel de vida para ellas y sus hijos. Lo curioso es que, una vez descubiertas las ventajas de ser rubia, hasta las ministras que presumen de feministas se tiñen y se dan mechas descaradamente para suavizar las facciones. Y os voy a decir una cosa: se consigue más de todo, hasta en política, pasando por guapa y joven.
Se dice que el hombre, como el oso, cuanto más feo más hermoso. Ya, y un cuerno. Las mujeres, lo mismo que los hombres, están programadas para responder positivamente a rasgos juveniles y armoniosos como los de Brad Pitt o David Beckham, lo que ocurre es que es muy raro que los hombres parezcan angelitos de Rubens una vez que han sido empapados de testosterona. A un bebé le conviene parecer un querubín hechicero mientras necesite la atención de su madre, para luego, previo paso por la pubertad, convertirse en Silvester Stallone o Arnold Schwarzenegger. Por lo demás, las mujeres quieren hombres maduros y resueltos, así que enseguida sospechan que un tío con pinta de querubín no tiene media bofetada.
Nuestra cara fue, en otro tiempo, una señal genérica honesta, porque solía mostrar la juventud, la buena salud, la capacidad para cuidar de uno mismo o el alto estatus social. Pero hace un montón de miles de años que ya no es sincera, porque las mujeres intentan reforzar sus atractivos físicos por todos los medios, con el objeto de cautivar a los hombres de rango superior.
¡Oh, Dios mío! Ahora mismo, se me acaba de ocurrir otra de mis fascinantes teorías y voy a embelesaros con ella, fijaos bien: creo que las señales genéricas falsas y exageradas de las mujeres contribuyeron, en gran medida, a darnos un impulso cultural y tecnológico. El pelo de las mujeres, por ejemplo, crece más que el de ningún otro animal –el récord mundial lo tiene una mujer china, con cinco metros de melena– y constituye una señal genérica honesta de buena salud y vigor. Sólo un animal de alto rango puede permitirse su coste. Pero una melena que crece sin parar es un caso claro de evolución desenfrenada, un hándicap al estilo de Zahavi, capaz de poner en peligro la supervivencia de la especie. Nuestras antepasadas podían haber sucumbido bajo el peso de sus masas capilares, liadas entre los arbustos, o picadas por los piojos. Al menos desde que el pelo rizado se trasformó en lacio, al salir de África, las mujeres se enfrentaron al reto de cómo conservar un atributo de cortejo asesino.
Las herramientas emergieron no sólo para dar respuesta a necesidades sociales y tecnológicas serias, como la caza, también para cosas más frívolas, como la imperiosa necesidad femenina de cortar, anudar, trenzar, recogerse y adornarse los pelos. Desgraciadamente, no hay restos arqueológicos muy antiguos del cuidado capilar. Las primeras estatuillas venusinas sólo tienen 25.000 años de antigüedad, pero exhiben recogidos muy elaborados que demuestran que el desafío estaba resuelto ya en etapas muy anteriores. Yo diría que delatan una inteligencia y una tecnología superior a la factura de las estatuillas mismas. La presunción de las mujeres con respecto a su atavío debió de constituir una de las primeras manifestaciones culturales de la humanidad.