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MEMORIAS ERRÁTICAS

Una buhardilla en Carouge

Antes que el frío invernal, llegó el invierno de mi descontento. Buscarse la vida en el emporio de las finanzas, de la burocracia internacional y del turismo de lujo y de buen pelo no era tan fácil como parecía. No para quien careciese de los sagrados papeles. Acostumbrada a la manga ancha de la Suiza germánica, donde me habían colado en trabajillos diversos, esperaba que en Ginebra se funcionara con la misma laxitud. Pero no. Los "calvinistas" eran harina de otro costal. Con el trabajo "negro" no había lenidad ni transigencia. Por lo menos, en aquel momento.

Antes que el frío invernal, llegó el invierno de mi descontento. Buscarse la vida en el emporio de las finanzas, de la burocracia internacional y del turismo de lujo y de buen pelo no era tan fácil como parecía. No para quien careciese de los sagrados papeles. Acostumbrada a la manga ancha de la Suiza germánica, donde me habían colado en trabajillos diversos, esperaba que en Ginebra se funcionara con la misma laxitud. Pero no. Los "calvinistas" eran harina de otro costal. Con el trabajo "negro" no había lenidad ni transigencia. Por lo menos, en aquel momento.
Una calle de Carouge.
Conseguir vivienda no era difícil, sino imposible. Cabía rumiar, como consuelo, que los pisos en alquiler, a más de escasos, estaban fuera del alcance de bolsillos mejor provistos que los nuestros. En aquella ciudad, cara entre las caras, hasta las chabolas habrían costado una pasta. Los alquileres colectivos, tan corrientes en Basilea, si existían, no los conocí. Aquello de vivir en grupo no iba con el temperamento francófono. El squat volvió a ser nuestro modus vivendi. La estancia en Ginebra sería un nuevo periplo por viviendas ajenas.
 
Viviendas o algo parecido. La primera oportunidad para salir del piso de los padres de Jim apareció en forma de un estudio de un aprendiz de arquitecto. Se llamaba Jesús y era hijo de españoles. Tenía alquilada una buhardilla a la entrada de Carouge, una pequeña ciudad italiana y medieval erigida al otro lado del Arve, que ya era un barrio más de Ginebra. Ese río y el Ródano, que salía o entraba, según se mire, del lago Leman, ceñían y configuraban la parte más antigua de la urbe.
 
Nos mudamos al estudio de la plaza de Armas. Estaba en un edificio antiguo rehabilitado. Jesús se había hecho un altillo y colocado allí algunos colchones. Contaba con un minúsculo cuarto de baño y un hornillo. Había que ser discretos: el contrato de alquiler no permitía habitar en el estudio; no se sabía cuántos ojos y oídos vigilantes podían acechar tras las puertas.
 
Tenía allí el arquitecto en ciernes un ordenador, el primero con el que yo trabajaría, un Macintosh. De día buscaba trabajo, y de noche escribía un reportaje sobre Filipinas. Seguía pensando que aquello podía interesarle a mi amigo, el periodista de Madrid. Me había escrito diciendo que tal vez, que a ver. Y a ello me apliqué, por hacer algo y para dar salida a los apuntes que había ido tomando en el porche de los Pineda en Manila.
 
La gestación del mamotreto, pues largo resultó, duraría algunas semanas y me llevó, entre otros sitios, a la embajada de Filipinas en Ginebra. Acudí para pedir no sé qué documentación. La embajadora se interesó por mi trabajo y me pidió que dejara una copia para su archivo. Y la dejé, de tal suerte que me quedé sin ninguna, salvo la que había enviado a Madrid y que, naturalmente, no se publicó. Esto sucedía cuando ya no estaba en el estudio de Carouge y Jesús había borrado el texto del ordenador. Así de silenciosamente acabaron bastantes horas de trabajo.
 
Y el trabajo útil, el que debía procurarme algo de guita, no aparecía ni en pintura. A la pintura seguía dedicándose Jim, a la de brocha gorda, según y cuando, dependiendo de los contratos que le salieran al jefe. Pero yo no veía un franco. En teoría, existía en la hostelería ginebrina una lista a la que se apuntaban los sin papeles, pero no había forma de acceder a ella. Si preguntabas directamente en los bares y restaurantes, te mandaban a paseo. La parte clandestina del asunto debía de estar muy bajo tierra. La explicación era que la ley andaba apretando las tuercas. Por una vez, decidí recurrir a la cacareada solidaridad entre gallegos. De aquellos intentos recuerdo uno con los propietarios de un pequeño comercio. Eran buena gente, amable y compasiva, pero no hubo nada que hacer. Las cosas ya no eran como antes, me dijeron. La ley apretaba.
 
La Place du Marché de Carouge.Un día pensé que ya tenía el trabajo. Llamé por un anuncio que pedía una persona para cuidar niños. Por teléfono me informaron de unas condiciones que parecían aceptables y dije que sí. Pero había entendido mal. Pretendían que me pasara el día entero en la casa con los niños por una miserable cantidad de francos. A tanto sacrificio no estaba dispuesta. En cuanto a las clases de español, con las que me había bandeado en Berlín y en Basilea, no tenían en Ginebra ninguna salida. Se ofertaban por cientos.
 
Carouge era un pueblecito de rincones pintorescos, de bistrós y pequeños bares en los que por el monto de un café se podían leer La Suisse y La Tribune de Genève, un periódico conmovedoramente provinciano en una ciudad cosmopolita. Y ofrecía también una activa vida nocturna los fines de semana. Había decenas de pubs y locales de copas, sin que faltara Le Chat Noire. Después de una noche de jarana, la tradición mandaba comprar unos croissants recién hechos en la panadería y marchar a casa a desayunar y a acostarse. Era el lugar para hacer vida noctámbula en Ginebra, siempre que se tuviera dinero.
 
La escasez le preocupaba más a Jim, que era el que tenía afición por la vida en los bistrós con los amigos y las salidas los fines de semana. Yo estaba acostumbrada a vivir con poco dinero, y de hecho no dudé en gastarme parte de una ayuda que me había enviado la familia en la compra de una cámara de fotos de segunda mano. Mis proyectos artísticos, aunque difusos e improbables, seguían revoloteando.
 
Era una Nikon y la vendía un fotógrafo que se iba a vivir a Brasil, un tipo despeinado, con aspecto de roquero, que me la entregó diciéndome que con aquella cámara había fotografiado él, en los años 70 y en Ibiza, a uno de los componentes de Pink Floyd. La cámara tenía su leyenda.
 
Con aquel armatoste, que pesaba lo suyo, tomaría posesión del siguiente squat. Era el piso de un músico sudamericano, que se había marchado con su grupo para una larga gira por allá. Se nos ofreció a cambio de un pequeño alquiler. Estaba en el barrio de las Eaux Vives, en la rue de Sillem, un callejón que tenía un aspecto tan siniestro como el edificio. Era viejo y tirando a ruinoso. Subimos con nuestras cosas al cuarto piso por una escalera de madera que fregaba con ímpetu una portera española.
 
 
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