Pimienta de Cayena... Por supuesto, no es pimienta. Es un pimiento. Pero hay muchos sitios donde se cambia el género y al pimiento se le llama pimienta; una de las más picantes experiencias de mi vida (gastronómicamente hablando, quede claro) me la proporcionó una llamada pimienta de la Palma que me suministró, en Santa Cruz de Tenerife, mi buen amigo Manolo Iglesias. Picaba como si ésa fuera su única misión en la vida. Probablemente lo sea.
Otras experiencias de picores bucales desatados vinieron de la mano de algún que otro chile mexicano particularmente enloquecido, de la paprika húngara el día que decidí, en Budapest, hacerme el húngaro –nunca tal hiciera– o, también, de algún pimiento de Padrón desquiciado. No temo al picante, pero tampoco me gusta demasiado que me arda la boca y se me queden alfombradas las papilas gustativas.
Para la mayor parte de los consumidores españoles, la idea de picante la representa sobre todo la guindilla. Qué quieren que les diga. Me gustan las guindillas que calientan la boca pero no hacen arder el estómago, que son casi todas. En el País Vasco nunca dejo de disfrutar de ese pincho omnipresente en las barras donostiarras llamado gilda en honor de la película del mismo nombre de Charles Vidor, con Rita Hayworth y Glenn Ford: era, para las jerarquías de la época, "verde y picante", como el pincho. No lo veo yo así: las piparras –guindillas verdes en vinagre– que acompañan en la gilda a la aceituna y la anchoa me resultan más amargas que picantes.
Las guindillas rojas, más o menos secas, son otra historia. Las usamos para dar alegría a algunas cosas, a cosas bien consolidadas: gambas al ajillo, angulas a la bilbaína, bacalao al pil-pil, besugo a la espalda... Platos a los que, sí, dan carácter y hasta color, pero a los que nadie con un paladar normal llamaría picantes. La verdad es que el umbral de la sensación picante es distinto en cada persona, por lo que no deberíamos generalizar.
La pimienta de Cayena, o la cayena, sí que pica. Bueno, a veces no, y se lleva uno un chasco. Su nombre genérico –pimienta– viene de la obsesión de Colón por encontrar pimienta, de la de verdad, en las Indias Occidentales. Pero es un picante, por lo general, muy agradable, a veces algo impertinente, a veces educadísimo. Da picardía, alegría, a muchas recetas.
El otro día, hechos en el mercado con un hermoso rape de poco más de un kilo, procedimos a decapitarlo, extraer de la monstruosa testa los cachetes o carrilleras y los huesos más presentables. También separamos el hueso central de la cola y buena parte de la carne de ésta, que redujimos a daditos, como las carrilleras. Reservamos todo ello.
En una cacerola pusimos aceite de oliva, en el que sofreímos un par de dientes de ajo laminados y una cebolla y un puerro picados. Incorporamos una cayena, para dar calor, y unas hebras de azafrán, para dar color. Cuando las verduras se ablandaron añadimos los huesos del rape, una hojita de laurel y un poco de perejil. Mojamos con una copa de albariño, esperamos un par de minutos y cubrimos con unos dos litros de agua. Dejamos que cociera todo unos veinte minutos desde que rompió el hervor.
Así las cosas, pasamos todo por un colador fino, apretando bien para exprimir al máximo los jugos. Pusimos este caldo colado en la cacerola, le añadimos un puñado de arroz bomba y, a falta de tres o cuatro minutos para que estuviera, incorporamos los dados de rape. Exprimimos sobre el conjunto medio de limón y unas gotas de zumo de naranja. Rociamos, por último, un chorrito de aceite virgen... y a la mesa.
Volvamos a la cayena: cuanto más tiempo la tengamos en el guiso, más picará, de modo que si pretendemos sólo un apunte de calor la retiraremos antes de añadir el agua, mientras que si lo que queremos es que pique razonablemente la dejaremos hasta el momento de colar el caldo. Si quieren más colorines, añadan junto al pescado unos daditos mínimos de zanahoria y calabacín. Y ahí tienen ustedes una sopa de pescado para adultos. Ni que decir tiene que le va como anillo al dedo un rías baixas, servido a ocho grados para beberlo a no más de diez. Ya verán qué bien le sienta la cayena a la sopa de rape.
© EFE
Otras experiencias de picores bucales desatados vinieron de la mano de algún que otro chile mexicano particularmente enloquecido, de la paprika húngara el día que decidí, en Budapest, hacerme el húngaro –nunca tal hiciera– o, también, de algún pimiento de Padrón desquiciado. No temo al picante, pero tampoco me gusta demasiado que me arda la boca y se me queden alfombradas las papilas gustativas.
Para la mayor parte de los consumidores españoles, la idea de picante la representa sobre todo la guindilla. Qué quieren que les diga. Me gustan las guindillas que calientan la boca pero no hacen arder el estómago, que son casi todas. En el País Vasco nunca dejo de disfrutar de ese pincho omnipresente en las barras donostiarras llamado gilda en honor de la película del mismo nombre de Charles Vidor, con Rita Hayworth y Glenn Ford: era, para las jerarquías de la época, "verde y picante", como el pincho. No lo veo yo así: las piparras –guindillas verdes en vinagre– que acompañan en la gilda a la aceituna y la anchoa me resultan más amargas que picantes.
Las guindillas rojas, más o menos secas, son otra historia. Las usamos para dar alegría a algunas cosas, a cosas bien consolidadas: gambas al ajillo, angulas a la bilbaína, bacalao al pil-pil, besugo a la espalda... Platos a los que, sí, dan carácter y hasta color, pero a los que nadie con un paladar normal llamaría picantes. La verdad es que el umbral de la sensación picante es distinto en cada persona, por lo que no deberíamos generalizar.
La pimienta de Cayena, o la cayena, sí que pica. Bueno, a veces no, y se lleva uno un chasco. Su nombre genérico –pimienta– viene de la obsesión de Colón por encontrar pimienta, de la de verdad, en las Indias Occidentales. Pero es un picante, por lo general, muy agradable, a veces algo impertinente, a veces educadísimo. Da picardía, alegría, a muchas recetas.
El otro día, hechos en el mercado con un hermoso rape de poco más de un kilo, procedimos a decapitarlo, extraer de la monstruosa testa los cachetes o carrilleras y los huesos más presentables. También separamos el hueso central de la cola y buena parte de la carne de ésta, que redujimos a daditos, como las carrilleras. Reservamos todo ello.
En una cacerola pusimos aceite de oliva, en el que sofreímos un par de dientes de ajo laminados y una cebolla y un puerro picados. Incorporamos una cayena, para dar calor, y unas hebras de azafrán, para dar color. Cuando las verduras se ablandaron añadimos los huesos del rape, una hojita de laurel y un poco de perejil. Mojamos con una copa de albariño, esperamos un par de minutos y cubrimos con unos dos litros de agua. Dejamos que cociera todo unos veinte minutos desde que rompió el hervor.
Así las cosas, pasamos todo por un colador fino, apretando bien para exprimir al máximo los jugos. Pusimos este caldo colado en la cacerola, le añadimos un puñado de arroz bomba y, a falta de tres o cuatro minutos para que estuviera, incorporamos los dados de rape. Exprimimos sobre el conjunto medio de limón y unas gotas de zumo de naranja. Rociamos, por último, un chorrito de aceite virgen... y a la mesa.
Volvamos a la cayena: cuanto más tiempo la tengamos en el guiso, más picará, de modo que si pretendemos sólo un apunte de calor la retiraremos antes de añadir el agua, mientras que si lo que queremos es que pique razonablemente la dejaremos hasta el momento de colar el caldo. Si quieren más colorines, añadan junto al pescado unos daditos mínimos de zanahoria y calabacín. Y ahí tienen ustedes una sopa de pescado para adultos. Ni que decir tiene que le va como anillo al dedo un rías baixas, servido a ocho grados para beberlo a no más de diez. Ya verán qué bien le sienta la cayena a la sopa de rape.
© EFE