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¿VOLVEREMOS A LA LUNA?

Un paso demasiado grande

Los que éramos demasiado pequeños para comprender lo que estaba ocurriendo al otro lado del televisor durante la hermidiana retransmisión del primer paso humano en la Luna hemos crecido soñando en un futuro desembarco en color.

Los que éramos demasiado pequeños para comprender lo que estaba ocurriendo al otro lado del televisor durante la hermidiana retransmisión del primer paso humano en la Luna hemos crecido soñando en un futuro desembarco en color.

Pero la realidad es que, después de sus 17 ediciones en cuatro años, que incluyeron 6 descensos humanos al suelo lunar, el programa Apolo se extinguió como las pavesas de un cigarrillo barato, dejando el regusto de uno de los empeños económicos y científicos más benditamente disparatados de la historia de la humanidad. El hombre no ha vuelto a la Luna desde que el comandante de la Apolo 17 Gene Cernan abandonara su posición en los Montes Taurus, junto al cráter Littrow, cabe Mare Tranquilitatis, en diciembre de 1972.

Como el suelo de regolito lunar no está sometido a la erosión de vientos o movimientos tectónicos, las huellas de los hombres que lo pisaron entre 1969 y 1972 permanecen casi intactas. Pero lo cierto es que estas 4 décadas se antojan un trecho demasiado largo sin que nadie haya ido a repetirlas.

Si el hombre no ha vuelto a la Luna es, sencillamente, porque se trata de un empeño demasiado caro. En su momento de máxima exigencia financiera, en 1965, el programa Apolo succionó cerca del 0,8 por 100 del Producto Interior Bruto de los Estados Unidos. Una inversión en el espacio muy superior a la que cualquier estado actual podría justificar.

Y es que la apuesta estadounidense por las misiones Apolo fue cualquier cosa antes que una apuesta científica. Hartos de observar la aparentemente inacabable lista de éxitos soviéticos en los momentos más calientes de la Guerra Fría, los administradores de la cosa pública americana decidieron ganar de un plumazo la llamada Carrera Espacial.

La URSS había sido la primera en lanzar un satélite, en enviar animales al cosmos, en situar un humano en órbita, en construir una estación espacial habitable... Estados Unidos necesitaba dar un golpe definitivo. Era imprescindible un logro que no pudiera ser superado por el enemigo estratégico en muchos años. Costara lo que costara.

Nadie puso muchas pegas a tamaña inversión a cambio de ver ondear la bandera de las barras y las estrellas en la cara vista de la vieja Selene. (Bueno, lo de ondear es un decir. En realidad, la bandera permaneció recta en posición de firmes porque se encontraba sujeta por un mástil horizontal para evitar que se plegara sobre sí misma por la ausencia de vientos en nuestro satélite). Hoy, sin embargo, las cosas serían muy distintas. Desaparecida la necesidad de ganar carrera alguna, la implicación de los estados y, por ende, de sus ciudadanos en la exploración del espacio corre por otros derroteros. No queremos que los nuestros lleguen antes, exigimos que las inversiones reviertan en el desarrollo de nuevas tecnologías, atraigan a los mejores cerebros a nuestras agencias espaciales o permitan a nuestros países participar de los posibles beneficios económicos derivados de la explotación de otros mundos.

Esperamos del cosmos mejores GPS, mejores medicinas, mejores motores, mejores aparatos de telecomunicación... o dinero. Bajo esa premisa se justifican las partidas presupuestarias destinadas a mantener vivas las distintas agencias espaciales que aún existen (incluida la europea). Eso, siempre que la cifra sea razonable. ¿Y qué consideramos una cifra razonable? Estudios realizados a finales de los 90 demostraron que los ciudadanos de Estados Unidos no verían justificable invertir en el espacio más de 0,2 por ciento del PIB. La cuarta parte de lo que costó el programa Apolo.

Con eso se puede comprar bien poco. Da para mantener operativo el programa de trasbordadores espaciales (con un máximo de cuatro), continuar construyendo la Estación Espacial Internacional y mantener un programa modesto de sondas planetarias (siempre que no sean tripuladas).

En estas condiciones, volver al satélite amigo se antoja realmente complicado. Sólo si las economías de los países implicados (EEUU, la Unión Europea, Rusia, China, India y Japón) creciera sin parar (ahí ya vamos mal), para permitirnos mantener el 0,2 por ciento del PIB en investigación lunar de aquí a 2020 podríamos soñar con volver a ver un astronauta dando saltitos torpes sobre el regolito en las próximas dos décadas.

Es cierto que la tecnología avanza más deprisa de lo que a veces necesitamos, y que no es descabellado pensar en la aparición de métodos de transporte rápido que permitan abaratar los costes del viaje. Piénsese que Von Braun necesitó varios cientos de lanzamientos de prueba de sus famosos V-2, entre 1937 y 1945, antes de dar con la configuración adecuada para el cohete. Aquello le costó a las arcas de Estados Unidos, en plena guerra, 2.000 millones de dólares de la época (equivalentes al coste del cohete Saturn V que llevó a Apolo a la Luna dos décadas y media después). La razón de tamaño coste es que Von Braun y sus colegas carecían de herramientas informáticas y de medición avanzadas. Cada necesidad, cada medida, exigía un lanzamiento. El proceso de prueba/error era costosísimo. Hoy podríamos realizar avances espectaculares en el desarrollo aeroespacial sin necesidad de hacer un solo lanzamiento de prueba gracias a la modelación informática.

Sin embargo, el coste seguiría siendo inasumible. Y, además, siempre quedaría la ominosa pregunta: ¿para qué? Sin incentivo político, el objetivo Luna sólo sería rentable si se produjesen las siguientes condiciones: que pudiéramos utilizar aquélla como centro de investigación científica y tecnológica avanzada, o como gran plataforma de telescopios espaciales, o como proveedora de recursos minerales. Para ello sería imprescindible construir allí una base permanente y habitarla, lo que multiplicaría los costes por un factor difícil de calcular.

Así las cosas, parece evidente que el que dio Armstrong el 21 de julio de 1969 a las 2 horas, 56 minutos, 20 segundos UTC fue un paso demasiado grande para la humanidad. Por ahora, deberemos conformarnos con seguir viendo el rostro sonriente de la Luna desde la apacible distancia de una noche de verano.


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