En toda España, el tabaco estaba racionado, la cartilla del fumador era uno de los bienes más buscados, y aunque el vicio estaba permitido, la delación sacrificaba a muchos fumadores. Fuimos un país de membrillos.
Ahora la delación ha vuelto. La dictadura suele provocar la denuncia anónima, el chivatazo. Es una cosa tan fea, que está mal visto hasta entre los delincuentes. Uno que se chiva es un chota, un delator, un membrillo. A los chivatos, la delincuencia les da muy mala muerte. A los niños, en los buenos colegios se les enseña que no deben chivarse porque es una conducta repulsiva. Ahora, los promotores de esta ley antitabaco, muy exagerada, promueven la denuncia anónima, el membrillazo.
En Austria, cuando lo del monstruo de Amstetten, aquel tipo viejo con tanga que fornicaba con su hija en el subterráneo de su casa, comprobamos que los membrillos de por allí se habían aprendido tan bien la lección de la época nazi que ni siquiera consideraban extraño que el vecino se pasara todo el rato bajando a la bodega. Simplemente, no se fijaban en el jardín de al lado. Tampoco repararon en la chica secuestrada con diez años que pasó ocho en poder de su raptor. Al membrillaje empotrado, la larga delación de los judíos ha debido de dejarlo exhausto. Por allí, ya nadie procura ser delator. Si quieren gente para un holocausto, que la recluten ellos.
Aquí, en cambio, llega este gobierno, que no persigue igual la marihuana ni la cocaína, que no persigue igual la anfeta ni el éxtasis, que no pone tanta furia en la lucha contra la violencia de género ni en la búsqueda de desaparecidos... y alienta el chivatismo. No hace falta decir quién eres para que el monstruo de los cien ojos se presente en el lugar denunciado y amenace: en la tienda de la rubia se fuma, en el despacho de tal periodista se fuma, en la secretaría del secretario general se fuma, en el despacho del tal ministro se fuma...
Todos a hacer el membrillo: oiga, que en ese bar se fuma, que en la puerta de ese hospital, que en tal parque, junto a la verja infantil, se fuma. ¡Oiga, que están fumando!
Fumadores perseguidos, apestados, fumando como perros en medio de la nada. Se han inventado las terrazas de invierno, con esos hongos de chapa. Los fumadores fuman mientas tiritan a la puerta de los bares y los chotas miran cómo se cubren con mantitas de viaje las piernas temblonas. Los fumadores están más perseguidos que los terroristas yihadistas, y te quitan antes un cigarro de la boca que una carga de Titadyne de la faltriquera.
El acusica, que tiene tan mala prensa, acaba por delatarse a sí mismo. Si los ciudadanos quieren cursar denuncias por la ley del tabaco o por otra, que lo hagan con nombre y apellidos, señalando de frente y por derecho. Quien se dé a tirar la piedra y esconder la mano, que sepa que ésa es una de las prácticas más abominables, socialmente hablando.
Curiosamente, la ley permite fumar en las cárceles. No sólo tenemos leyes flojas, cárceles confortables hasta el punto de que también en este cambo existe el efecto llamada, es que, por el momento, solo los reclusos y los pacientes de centros psiquiátricos pueden echarse un cigarrillo en caliente en invierno y con la fresca del aire acondicionado en verano, como unos señores y sin el menor temor. Los delincuentes, incluso los internacionales, seguirán prefiriendo nuestras prisiones, aunque sólo sea por el fumeque.