Hay, también, gente que tiene miedo al vacío gastronómico. Me refiero a esas personas que tienen que ver el plato completamente lleno de comida, es decir, que no quieren atisbar nada del fondo original del recipiente, porque si lo ven están convencidos de que van a pasar hambre. Y no es así.
Un ejemplo. Cuando se produjo la hasta ahora mayor y más perdurable revolución culinaria, la llamada nouvelle cuisine de la Francia de los 70, los platos se aligeraron, las presentaciones se hicieron más leves. La gente decía que la nouvelle cuisine consistía en servir pequeñas cantidades de comida en grandes platos. Y, claro, venía lo que llamamos hambre psicológica.
Supongamos que ustedes quieren un lenguado. Antes, lo clásico era poner en un plato el pescado entero, y llenar los espacios sobrantes con guarniciones –a veces lógicas, como unas papas cocidas, y otras veces disparatadas–. Cuando llegó esta tendencia, el cocinero le servía a usted la misma cantidad comestible de lenguado, pero desprovisto éste de cabeza, espinas, barbas... Visualmente no era lo mismo, parecía menos, pero realmente usted se comía la misma cantidad de pescado.
A partir de finales de los 80, el vacío, otro tipo de vacío, se instaló en la cocina. Primero, como sistema de conservación. Si yo envaso un alimento al vacío, es decir, lo meto en una bolsa de la que extraigo el aire, estoy eliminando una serie de bacterias aerobias que acaban alterando el estado de ese alimento, estropeándolo. Hasta ahí, lógica pura y dura. El paso siguiente fue la cocción al vacío. Había que introducir los alimentos en una bolsa, hacer el vacío y cocerlos ahí dentro, en ausencia de oxígeno: los partidarios de este sistema argumentan que el oxígeno puede alterar diversos caracteres organolépticos de los alimentos. Démosles el beneficio de la duda.
Poco tardaron en combinarse ambas técnicas... con resultados bastante dispares. Una cocción al vacío, que se hace a menor temperatura y es de más larga duración, puede cocinar perfectamente un alimento; la conservación en bolsas de vacío también implica una cierta seguridad. El problema surge cuando se hace del medio un fin. Quiero decir que hoy día abundan los cocineros con vocación mediática –y estar mucho en los medios implica estar menos en la cocina– que cocinan de vez en cuando, guardan lo cocinado al vacío y lo van sacando según el público va pidiendo uno u otro plato. Y no es eso.
No habrá bacterias aerobias, pero habrá otras cosas. Un pescado cocinado y conservado al vacío acaba, indefectiblemente, por ver alterado su gusto, su textura. Supongo que todo tiene un plazo, y que todavía están nuestros chefs dando palos de ciego en lo referente al tiempo de conservación en perfectas condiciones, no sólo sanitarias sino gastronómicas, de un alimento cocinado y guardado en una bolsa de vacío.
Lo que yo sí sé es que... bueno, a mí me está entrando un clarísimo horror vacui en lo relacionado con este tipo de vacío. La comida me acaba sabiendo a otra cosa, no a lo que espero que sepa... y ya he tenido unas cuantas lamentables experiencias post-digestivas tras ingerir platos así conservados.
Recuerdo que los cocineros tenían horror a los congelados, que no hacían caso a la afirmación de Paul Bocuse al respecto: "Si congela usted gloria, comerá gloria; si congela basura, comerá basura". No les gustaba la congelación, y se tomaban como una ofensa que un cliente bromease con ello. Sin embargo, se han pasado con armas y bagajes a las técnicas de vacío... mucho antes de llegar a dominarlas. Cobaya: el cliente, claro.
Háganme caso. Busquen restaurantes en los que no se preparen los platos para una semana o más, sino en los que se cocine a diario. Los experimentos, ya lo saben: con gaseosa. Y, por supuesto, con cualquier conejillo de Indias que no sea usted mismo.
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