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CIENCIA

Un museo a la estupidez

Hace exactamente un año tuvimos noticia de una partida presupuestaria municipal que, antes incluso de que se produjeran los cambios de gobierno que todo lo borran, parecía, literalmente, fantasmagórica. Casi un millón de euros iba a invertir el Ayuntamiento de Bélmez de la Moraleda en su futuro centro de interpretación de las caras de Bélmez.


	Hace exactamente un año tuvimos noticia de una partida presupuestaria municipal que, antes incluso de que se produjeran los cambios de gobierno que todo lo borran, parecía, literalmente, fantasmagórica. Casi un millón de euros iba a invertir el Ayuntamiento de Bélmez de la Moraleda en su futuro centro de interpretación de las caras de Bélmez.

Un pastón, ese, para revivir uno de los episodios más negros de la España esotérica, olvidado afortunadamente por las nuevas generaciones, aunque se esfuercen en revivirlo algunos románticos del más allá.

Como si de un ectoplasma se tratara, la noticia se desvaneció entre los periódicos locales para alivio de los escépticos que, en su momento, pusieron el grito en el cielo. Pero la realidad de ultratumba nunca desfallece y, cuando menos te lo esperas, vuelve a manifestarse sin que se la reclame. Veo en el Boletín Oficial de la Provincia de Jaén que el pasado 1 de junio se convocó un concurso público para la creación y dotación del Centro de Interpretación de las Caras de Bélmez, con un presupuesto, eso sí, algo menor: 651.000 euros, más de 100 millones de pesetas de las que se utilizaban cuando Bélmez de la Moraleda pasó a formar parte de la historia de la estulticia patria.

Corría el mes de agosto de 1971 cuando unas manchas de aceite cambiaron el destino del pueblo del pequeño pueblo, hasta entonces condenado a permanecer escondido en los mapas de Jaén y ya definitivamente instalado en los atlas mundiales de la parapsicología. El borrón graso estaba en el suelo de la cocina de María Gómez Cámara. María, modesta, asustadiza y buena, creyó adivinar entre los manchurrones resecos una cara humana que la miraba. Y corrió a contárselo al pueblo.

Era en realidad una broma, o un error, o una proyección de tantos deseos secuestrados en el suelo de esa cocina que tendría que haber estado más limpio. María no pudo mantener el engaño demasiado tiempo, sufría demasiado cuando el pueblo empezó a entusiasmarse por la posibilidad de que en su aburrido seno hubiera nacido un fantasma. La familia optó por borrar a martillazos las primeras huellas.

Pero ya era tarde. Cuando un rumor anida en un pueblo como Bélmez, no basta un golpe de martillo para ahuyentarlo. La cara es ya parte de la comunidad, es cultura, y resurge aquí y allá cada vez con más estrépito. Primero la del fogón, arrancada y protegida tras un cristal, luego en la pared. La familia de María cobraba la entrada a la casa. "La voluntad, señor". Vendía fotos de las caras a 10 pesetas. Se organizaron viajes a Bélmez. La prensa nacional, sesteando el tórrido estío del 71, recogió los hechos con tipografía de catástrofe. "Un rostro aparece y desaparece en un fogón". Bélmez despertó al sol del tardofranquismo de un sueño de siglos. Anónima y blanca, la localidad ya nunca más volverá a separar su nombre de la palabra caras. Las caras de Bélmez, que en realidad eran marcas retocadas por una mano humana con sales de plata, carbón y lápiz, serán para siempre el fenómeno parapsicológico más notorio de la historia de España.

Todo hace sospechar que aquella mujer, al menos la primera vez, no fue más que una víctima de la pareidolia. Este fenómeno psicológico consiste en que un estímulo inacabado o vago es percibido por nuestro cerebro como una figura reconocible. No es, ni mucho menos, un rasgo que afecte a personas de escasa preparación intelectual. En investigaciones realizadas con monos y usando aparatos de resonancia magnética se ha detectado que el cerebro activa un grupo neuronal determinado en el lóbulo temporal cuando se procede al reconocimiento de caras. Curiosamente, esas mismas neuronas están en marcha cuando se presencian otras formas que de algún modo remedan un rostro. Es evidente que reconocer una cara se torna vital en términos de supervivencia. La comunicación intraespecie y la identificación del peligro son fundamentales para el desarrollo de una comunidad biológica. A nadie le gustaría fallar sistemáticamente en el empeño de diferenciar el rostro de un amigo del de un depredador.

Por eso el cerebro se ha especializado con gran habilidad en esta función primaria. Y es algo que nos acompaña desde nuestra más tierna infancia. Investigaciones con bebés demuestran que los recién nacidos sometidos a diferentes estímulos visuales prefieren sistemáticamente aquellos que recuerdan rostros. Aunque sea simplemente un par de puntos a modo de ojos y una curva que simula una sonrisa. Pero esta facilidad tiene un efecto secundario. Como recuerda Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios,

la eficiencia del mecanismo de formas en nuestro cerebro para aislar una cara en un montón de detalles es tal que a veces vemos caras donde no las hay. Reunimos fragmentos inconexos de luz y oscuridad e, inconscientemente, intentamos ver un rostro.

El Hombre en la Luna es un resultado de ello. ¿No lo ve allí arriba, observándonos con sus ojos abismales desde la Luna (llena)?

La paraidolia comenzó el trabajo y lo continuaron la codicia, la incultura científica, la avidez informativa de los periódicos en verano, la curiosidad, la falta de escrúpulos... Un trabajo de décadas a favor de la anticiencia que el tiempo estaba empezando a encargarse de borrar. Pero una buena partida de euros, de esos que ponemos de nuestro bolsillo todos los ciudadanos, ha venido para revivirlo. Las caras de Bélmez tendrán su museo, que aparecerá en las guías turísticas, a buen seguro, en el mismo renglón que nuestros magníficos y descuidados museos de ciencia.

 

http://twitter.com/joralcalde

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