La cosa es preocupante. Y me temo que incide en algunos hechos que venimos notando desde hace algún tiempo a la hora de disfrutar de una de las cosas que más gustan a todos, algo tan deliciosamente sencillo y cotidiano como las patatas fritas.
Muchos de ustedes recordarán que hace años los presuntos expertos en dietética pusieron a la patata en el índice de las cosas que no se deberían comer porque, decían, "engordan". Más tarde, y quizás influidos por los productores de patatas o por las multinacionales que controlan su mercado, rectificaron: las patatas no engordan... siempre que se coman cocidas. Las que sí engordan, y por tanto hay que abstenerse de consumir, son las fritas.
Recapitulemos: está prohibido tener algún kilo de más; es así que las patatas fritas, esas inseparables compañeras del bistec y del par de huevos fritos, engordan; no es menos real que a la gente le gustan las patatas fritas una barbaridad, ergo... algo habrá que hacer para que la gente coma menos patatas fritas.
Pues no sé si a ustedes les pasa lo mismo, pero a mí cada vez me cuesta más encontrar en mis proveedores habituales, y hasta en los no habituales, patatas buenas para freír. No tengo el menor problema si busco patatas para cocer, para asar o para hacer puré; pero con las patatas para freír voy de fracaso en fracaso.
Con, lo reconozco, algún éxito esporádico. Y me preocupa mucho, porque a mí me gustan muchísimo las patatas fritas, y mi mujer, con toda razón, se niega a freír patatas si no van a dar el resultado apetecido, de modo que estoy pasando una época de casi abstinencia de uno de mis manjares preferidos.
Lo de los huevos fritos lo llevo bastante bien, porque me gustan mucho con arroz blanco y salsa casera de tomate; pero, aunque no tengo más que un octavo de francés, me ocurre lo que a nuestros vecinos del norte y no concibo un bistec, al natural o empanado, sin la cromática y deliciosa escolta de unas buenas patatas fritas.
A mi gusto, claro, que cada cual tiene los suyos. Me gustan las patatas fritas de un bello color amarillo, no tostadas, y me gusta que su interior esté cocinado y el conjunto ofrezca una textura algo crujiente. Pero en los últimos tiempos, y por más mimo y sapiencia que pongamos en la operación de la fritura, acaban saliendo unas cosas de color marrón por fuera, generalmente blandengues en su interior, un interior al que parece no afectar la acción del aceite hirviente. Un asco de patatas fritas, vamos.
Como siempre he confiado en los demás, me apresuro a adquirir patatas cuando el envase asegura que son "para freír". No siempre los hechos confirman las palabras de la etiqueta. Y cuando por casualidad salen buenas y se me ocurre volver a abastecerme al mismo sitio y, tras alabar la calidad de esas patatas, pido más de las mismas, suelo encontrarme con que "de ésas ya no tenemos".
Así que estoy convencido de que detrás de todo ello hay una mano negra que, sabedora de que prohibir por decreto el consumo de patatas fritas tendría nefastas consecuencias electorales, es la causante de alguna extraña mutación genética por la que las patatas han dejado de ser útiles para acabar en la sartén. No sé si alguien pretende que acompañemos nuestros bistecs con esas monstruosas patatas asadas al estilo anglosajón, pero si es así, me niego.
Y exijo que no me prive nadie de esas patatas que "cantan" en la sartén, anticipando el placer de su degustación; patatas "para freír", pero de verdad. Paso, bien es verdad que a regañadientes, por los "sin azúcar", y hasta –menos, lo admito– por los "sin sal". Pero por lo que no estoy dispuesto a pasar es por el bistec... sin patatas fritas. Que "quien corresponda" haga algo, por favor.
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