El caso es que, de la noche a la mañana, ese pobre señor se convirtió en pájaro raro, un original. ¡Le gustaban las negras! Debido a esa peculiaridad, su vida cambió de cabo a rabo: se le invitaba a casas a las que jamás había sido invitado, se le mimaba y festejaba, y él, que tenía al fin la impresión de existir, repetía, cada dos por tres: "Es que a mí me gustan las negras porque tienen algo de... exótico".
Pasó por aquella ciudad un circo, y en ese circo había... ¡una negra! No recuerdo ahora si mi padre precisaba su función, trapecista, domadora, la enana más alta del mundo; el caso es que todos los amigos y colegas del hombre al que le gustaban las negras se apañaron para que se vieran, comprometieran y casaran.
La dicha del señor al que le gustaban las negras proseguía. Se le concedieron primas, subió en el escalafón, siguió siendo el hombre más original de toda la comarca: era el único al que le gustaban las negras y el único que se había casado con una.
Pasaron los años, y todos estaban convencidos de que el hombre más original de la comarca era un hombre feliz, puesto que estaba casado con una negra. Hasta que el buen señor enfermó gravemente, y cuando el pope fue a darle los últimos sacramentos, se aferró a su sotana y espetó: "¡Odio a las negras!".
Mi padre se reía de esa historia tan divertida como cruel: toda una vida sacrificada por un farol, una broma, una provocación, que había sacado a su autor del anonimato del funcionario a quien nadie hace caso, como si fuera una silla o un fichero. Mi padre contaba esa historia por los años 30 del siglo pasado, aunque probablemente la repitió diez y veinte años después. Yo la conté hace un par de meses, en una cena con amigos, y todos se rieron –tal vez porque la conté con más salero que aquí–; y añadí: "Pues hoy nadie se atrevería a escribir una historia semejante, por temor a pasar por racista". Y todos estuvieron de acuerdo, pero ya sin risas.
Resulta que esa historia que me viene de la infancia, sin que sepa o recuerde quién era su autor, me ha acompañado a lo largo de mi vida; no porque a mí me gusten sólo las negras, sino por aquello de las vueltas que da la vida. A principios de los años 60, Laurent Terzieff, que había leído el cuento de Andreiev El pensamiento, sabía que existía una obra de teatro sobre el mismo tema, pero no lograba encontrarla. Encontré en la Librería Española de la Rue de Seine las Obras escogidas de Leonidas Andreiev (Aguilar, 1955), "recopilación, traducción, estudio preliminar y notas de Rafael Cansinos Assens". No incluía el cuento ni la obra El Pensamiento; en cambio, sí el cuento El hombre original, la historia que contaba nuestro padre del hombre al que le gustaban las negras.
Entre mi recuerdo de lo contado y el cuento editado hay, lógicamente, algunas diferencias, pero nada esencial. Lo del circo, por ejemplo, forma parte de la leyenda infantil: en el cuento de Andreiev no hay el menor circo; pero existe un teatrillo de revistas, con tres negras que actúan y cuyo director se llama Jacques Duclos, como el siniestro hombre de Moscú en la dirección del PCF durante años. Ahora bien, el Duclos de Andreiev es sólo un revistero. Es, además, el que presenta a Semion Vasilievich Kotelnikov a miss Karralt, una de sus "artistas". Semion se casará con ella enseguida, porque no tiene más remedio, porque le gustan las negras; si reconociera que en realidad no le gustan en absoluto, volvería a su anonimato o a algo peor.
Desde luego, la esposa de Semion, tal como la describe Andreiev, no se parece en nada a Naomi Campbell, pongamos: labios muy gruesos, rostro "simiesco"; pero cuando, después de meses de no atreverse, Semion escribe a su madre que se ha casado con una negra, la buena señora contesta: "¿Qué importa su físico si su alma es bella?". Y el alma de la ex cupletista es formalmente bella; en todo caso, es buena esposa y buena madre. Mientras, a Semion, cuando ve a su hijo tan negro, le entran ganas de matarlo "accidentalmente".
La historia es aún más desgarradora, porque el jefe del negociado de Semion, Anton Ivanovich, entusiasmado por la originalidad de su empleado, no sólo le asciende, no sólo es quien le presenta a Duclos el revistero, sino que le invita con frecuencia a su casa, y allí Semion conoce y se enamora locamente de Nastionka, la hija de Anton, que a su vez se enamora de Semion; pero ya nada pueden hacer, porque a Semion le gustan las negras "porque tienen algo de... exótico". Y Nastienka llora desconsoladamente.
Cuando, enfermo del tifus, moribundo, Semion se confiesa al pope, en la versión de mi padre decía: "Odio a las negras", mientras en la de Cansinos suelta: "¡Me revienta ese diablo untado de pez!", lo cual me resulta más ampuloso. Pero enseguida se arrepiente (o se asusta), recuerda todos los favores que Anton Ivanovich le ha concedido, la belleza de su hija, el prestigio que ha obtenido gracias a su "originalidad", y, contemplando el rostro negro de su esposa, cubierto de lágrimas, murmura: "Yo, batiuschka, me pirro por las negras. Tienen algo de exótico". Y muere.
Como en toda obra literaria lograda, puede haber varias interpretaciones. Puede pensarse que el clásico farol de sobremesa de Semion Vasilievich habría tenido tan buenos –o malos– resultados si hubiera declarado que le gustaban las enanas, o las asiáticas; que lo esencial, para el protagonista, era salir del anonimato y dárselas de original. Si Andreiev eligió a las negras tal vez fuera porque le parecía algo más fuerte, más "exótico". Se puede asimismo ver una sátira humorística y cruel de la sociedad provinciana, tan paleta, y se podrían evocar otros temas; pero lo seguro es que, hoy, un cuento como el de Andreiev se calificaría de racista, y se le enviaría a la hoguera.
Porque las hogueras de la censura existen; y además de las leyes absurdas que prohíben el "racismo" –pero también la "misoginia", o la "homofobia", etcétera– se impone una autocensura social, conformista, con sus "buenos sentimientos", con los cuales no se puede hacer buena literatura, ya lo dijo André Gide, que de eso sabía un huevo. Y junto a esa literatura beata –porque existe una beatería laica– chorrea por doquier la vulgaridad, la pornografía, la violencia imbécil, los nuevos héroes de la progresía, el policía –o sea, el "funcionario armado"– que no fuma, no bebe y no lucha contra los delincuentes, pobres víctimas de la sociedad, sino contra el liberalismo capitalista. Ah, y la polución, se me iba a olvidar...