Le divertía provocar:
– En esto del orden los alemanes son intratables. A la hora de comer, un grupo de ellos se sentaba en una mesa, y cada uno ocupaba siempre el mismo sitio. Así que un día me senté en el sitio de uno. Cuando llegó y me vio ocupando su plaza, empezó a maldecir en todos los tonos a los gastarbeiter que iban allí a joder a los alemanes, y todas esas cosas. Seguramente creyó que no le entendía, y los otros le aprobaban, y hasta podían echarme en cualquier momento de malos modos. Entonces, sin levantarme, le dije en su idioma: "Me he sentado aquí porque no sabía que era su sitio, pero en todos los países del mundo una persona educada lo que hace es decirlo sin ofender ni insultar a nadie". El tío quedó con la boca abierta, y se fue a otra mesa. Yo terminé de comer allí, tranquilamente, y los alemanes también, en silencio y con caras de vinagre.
Las frases, apenas hará falta indicarlo, no son textuales, pero recogen lo dicho por Paco, según lo recuerdo. Tal vez la anécdota fuera falsa, pero lo vi otras veces en la misma disposición. Una tarde entramos en un bar cerca de la Pompe. A una mesa se sentaba una pareja amartelada, cuerpos y cabezas muy juntos, españoles ella y él, por algunas palabras que les oí. Yo no fumaba, pero Paco me pasó un cigarrillo y me dijo: "¿Por qué no les pides fuego?". Me pareció inconveniente, dada la actitud de los tórtolos, y porque había allí otros a quienes pedir el favor. Me negué, y el peruano se rió, insistiendo: "Vamos a ver, ¿por qué no?". "Pues porque no". Él, entonces, se acercó a la mesa de la pareja y apagó su cigarrillo, a medias consumido, en el cenicero del amartelado. Acción inocua en sí misma, pero de una familiaridad ofensiva, como invadiendo su terreno. El tío aflojó el brazo en torno a los hombros de la chica y miró fijamente a Paco, pero éste mantuvo una postura indiferente, y el otro terminó por volver a lo suyo, con expresión contrariada.
– Con estas cosas puedes buscarte fácilmente una pelea.
– No, qué va. Yo siempre los desarmo hablando. Tú es que eres muy retraído, pero es igual si necesitas ayuda, ¿por qué no la pides a cualquiera? Después de todo, ¿no estamos todos bajo el mismo cielo y sobre la misma tierra? Aquí estamos, y tenemos que aguantarnos unos a otros. No vale la pena pelearse, ¿no? Tenemos que ayudarnos. A lo mejor el que te ayuda necesitará tu ayuda el día menos pensado.
– ¿Eso es lo que les cuentas para salir del paso?
– Más o menos –volvió a reír–. Hay que saber tratar a la gente, todos somos seres humanos.
Contaba experiencias como ésta:
– Llegué a la ciudad y fui a dormir a una pensión. En medio del sueño sentí que yo abandonaba mi cuerpo, notaba su calor mientras iba saliendo de él, hasta verlo desde fuera, durmiendo tranquilamente en la cama. Salí a la calle y fui hasta el cementerio. Dentro de él me llamó la atención un mausoleo y entré. Resultó ser la tumba de Durero. Él estaba allí, y platicamos un largo rato. Después salí de nuevo, volví a mi habitación, vi mi cuerpo y me incorporé a él otra vez. Bueno, diréis, hay sueños muy raros, y ya está. Pero el asunto es que al día siguiente lo recordaba con una claridad completa, así que me dediqué a mirar por el barrio, orientándome por los detalles que había visto en el sueño, y resulta que cerca había un cementerio, y en él estaba la tumba de Durero. Os juro que yo no tenía antes la menor idea de que Durero estuviera enterrado allí.
He olvidado cuál era la ciudad, pero internet suple a la memoria: Núremberg o Nuremberga. "Todo lo que en él había de mortal está enterrado bajo este túmulo", dice el epitafio del artista. También nos contó Paco la plática sostenida en el sepulcro, y algún otro caso parecido, pero se me han ido por completo de la cabeza, e internet ahí ya no sirve.
El relato acaso sea una trola, pues, como es sabido, los latinos fantasean más todavía que nosotros; o bien el peruano pudo haber leído y olvidado lo de la tumba. No quería embromarnos, porque nadie le iba a dar demasiado crédito. Ni iba a sacar nada práctico de nosotros con tales historias, aunque eso nada significa en cuanto a la veracidad de la narración, pues muchas personas inventan sucesos o se atribuyen otros ajenos por simple afán de impresionar. Paco no parecía de esos.
Por ejemplo, hacía referencias discretas y de pasada a algún ligue en Alemania, sin la jactancia habitual en los latinos. Siempre me fastidiaron las conversaciones "de hombres", generalmente a base de chocarrerías o cuentos de conquistas sexuales. No quiere decir que yo no cayera a veces en ello, porque el ambiente arrastra, pero me dejaban una sensación de vergüenza. Tales conversaciones responden, supongo, sobre todo a ciertas edades, a la necesidad de intercambiar experiencias para entender a las no siempre inteligibles mujeres, aunque el lastre de la vanidad masculina rara vez vuelve útil el intercambio. Paco hablaba poco de eso, pero actuaba. Parecía pertenecer a esa casta privilegiada capaz de meterse en berenjenales y salir del paso con soltura gracias a su labia, en especial con las féminas.
Estuvo pocos días en el albergue. Una mañana salíamos del local y vimos venir de frente, charlando, a dos chicas altas y rubias, no mal parecidas. Apenas pasaron a nuestro lado Paco se frotó las manos: "¡Son alemanas!". E inmediatamente retrocedió y entabló conversación con ellas. Al poco volvió, muy contento: "He quedado con una para esta tarde". "¡Tipo envidiable! – pensé–, tan feo, con un físico jodido, y con esa habilidad...!" Quienes entienden de estas cosas aseguran que en los hombres es la vista, y en las mujeres el oído. El amigo no sería un hombre de mundo convencional, pero era un hombre de mundo.
Por la noche no vino al albergue, ignoro si lo habría cambiado por estancias menos pobladas, porque me fui también a los dos días, en vísperas de Nochebuena. Las perspectivas de hallar trabajo algo estable seguían sin mejorar, y yo deseaba disfrutar de climas cálidos. Paseaba por la Rue de Rivoli y aledaños, contemplando la explosión de lujo y consumo propia de esas fechas, imaginando los regalos mutuos entre gentes que no los necesitaban, dentro de circuitos cuidadosamente cerrados, de los cuales no escapaba casi ninguna migaja para otros, a quienes nos hubieran venido tan de perlas. Mi interés por el comunismo crecía. Por cierto, esos días se vino a La Pompa el hispano-ruso, quizá El Campesino, de quien hablé. Me miró algo cariacontecido pero nos saludamos alegremente, sin entrar en minucias.
Lamento confesar que a ratos, perdiendo ignominiosamente el ánimo, me sentía desdichado. Una vez me dijo un francés: "No pareces español". "¿Por qué?". "Porque tienes aire triste, y los españoles están siempre alegres, aunque les vaya mal". "Soy gallego –expliqué en broma–, y los gallegos somos melancólicos". Era para cabrearse: inconcebiblemente, el tipo nunca había oído hablar de Galicia, le sonaba a algo del este de Europa. No me creo especialmente melancólico, pero a una alemana, en Copenhague, le gustaban mis ojos, los encontraba "tan tristes…" El romanticismo germano, ya saben. Las habituales discrepancias entre cómo nos vemos y cómo nos ven, y perdonen la narcisada.
Con todo, algunas migajas de la opulencia oligárquica cayeron sobre La Pompe. Los curas nos obsequiaron algunas comidas calientes y sustanciosas, excepcionales para varios de nosotros desde hacía semanas, y ofrecieron ropa donada por buenos cristianos. Me tocó un abrigo de excelente paño, proveniente de alguien muy alto, pues me llegaba casi a los tobillos. Con él hasta podría dormir en la nieve, calculé. Al día siguiente me puse en la salida sur de la ciudad, y unas horas después llegaba a Orleans, en autoestop.
Debía de haber cerca una base militar useña, porque pasaban muchos coches y camiones con los signos de su país. Nada parecido, no obstante, a lo que había visto al atravesar el Ruhr: largos convoyes de camiones con cañones o tropas, alemanas y no alemanas, vehículos oruga, señales de tráfico advirtiendo del paso de tanques… A pesar de la prosperidad ambiente, se hacía allí muy palpable la guerra, la posibilidad de ella, que en la mayor parte de Europa, y especialmente en España, sonaba a algo lejanísimo.
Desde Orleans el viaje se tornó difícil: ningún coche paraba. Ya de noche, me envolví en el abrigo y me senté sobre la mochila, pensando en pasar lo mejor posible las horas de oscuridad, con la esperanza de que no nevara. Y de pronto un coche frenó, y el conductor me hizo señas de subir. No fue la única suerte: ¡era un profesor de Lille o Lila, que iba a pasar unos días a la Costa del Sol! Hombre generoso, unos kilómetros más adelante recogió a un par de muchachos canadienses en ruta hacia Marruecos.
Pero esa es otra historia, y aquí la dejo.