Desde hace años, los científicos saben que el secreto de la juventud está escrito en nuestros genes. Un número aún sin determinar de ellos controlan el reloj interno de la vida, alargando o acortando nuestra estancia terrenal. Numerosos científicos han salido de caza para identificar y atrapar estos pedazos de ADN, develar para qué sirven y determinar cómo interaccionan entre sí y, lo que no es menos importante, con el resto de los genes. También están rastreando cómo esta familia de genes que gobiernan la senescencia interaccionan con factores ambientes que podrían frenar o estimular la decrepitud corporal, como la dieta, la contaminación ambiental y el nivel sociocultural.
Los investigadores comienzan a ahora a recoger los frutos del esfuerzo: sobre su mesa tienen una inmensa colección de gerontogenes sospechosos de estar implicados, directa o indirectamente, en procesos biológicos que conducen a la vejez. Mediante su manipulación adecuada, los genetistas han conseguido acortar o alargar, hasta incluso duplicar, la vida de animales de laboratorio, como levaduras, el nematodo Caenorhabditis elegans, la mosca del vinagre y ratones.
Algunos de estos genes regulan los que los biólogos denominan "muerte programada" o apoptosis, un programa genético vital durante el desarrollo embrionario que hace entrar en agonía y fallecer a las células que han dejado de recibir ciertas señales de su entorno. Su correcto funcionamiento permite corregir errores durante la construcción de los tejidos y órganos fetales.
Pero la apoptosis también es necesaria en la vida postembrionaria, ya que permite eliminar de nuestro cuerpo las células estresadas, dañadas, infectadas o potencialmente cancerosas. Por ejemplo, el gusano Caenorhabditis elegans cuenta con una pareja de genes que coordina esta muerte celular programada. Uno de ellos es el Ced-9, cuya acción la impide; y el otro, el Ced-3, cuya activación la provoca. Los humanos contamos con un par genético muy similar al del nematodo: los llamados ICE (equivalente al Ced-3) y Bcl-2. El menor fallo en alguno de estos genes puede tener consecuencias nada agradables para su dueño, ya que puede contribuir al deterioro celular y, por ende, a la senectud.
Otra familia bien distinta de fragmentos genéticos también tiene mucho que decir en el deterioro orgánico que acompaña a la senectud. Hablamos de los encargados de impedir la oxidación celular. Como subproducto de su actividad metabólica, el organismo libera radicales libres, especies químicas que contienen uno o más electrones desemparejados, lo que las convierte en extremadamente reactivas. Las dianas de estas moléculas ávidas de emparejarse son precisamente sus principales productoras, las motocondrias, esto es, las centrales energéticas de la célula. Otro de sus objetivos es el ADN. Los daños que ocasionan en éstos se traduce en una disminución de combustible celular, el ATP, y en una mayor producción de radicales libres.
La consecuencia de este desbarajuste son patentes: las células se desenvuelven peor y, por tanto, los tejidos y los órganos empiezan a fallar. Ahora bien, una cantidad importante de estos venenos se destruye a merced de un conjunto de sustancias que constituyen el sistema antioxidante. Algunos de sus componentes son moléculas que captan los radicales libres, como las vitaminas C y E; otros son enzimas que les quitan su fiereza. La acción de estas últimas está bajo control genético. Prueba de ello es que mediante la manipulación de algunos de estos genes, para así aumentar la cantidad de antioxidantes en las células, los investigadores han conseguido alargar la vida de algunos animales de laboratorio.
Un tercer grupo de gerontogenes está implicado en la reparación del ADN. En efecto, ciertos entes genéticos se encargan de detectar y corregir las averías estructurales que puede sufrir la molécula de la herencia. El trabajo de estos genes reparadores es vital, tanto que su inoperancia puede acelerar el envejecimiento. Al menos esto es lo que se desprende de un reciente estudio, publicado esta semana en la revista Cell por un equipo de científicos dirigido por Frederick W. Alt, del Howard Hughes Medical Institute, en EEUU. Los investigadores lograron silenciar en un ratones un gen que ayuda a reparar "rasguños" en el ADN, con consecuencias desastrosas para las criaturas.
En efecto, los ratones mutantes desarrollaron en su etapa juvenil las secuelas típicas de la vejez, como arrugas en la piel, caída de pelo, joroba, pérdida de densidad ósea y déficit inmunológico. El gen silenciado se llama SIRT6, y pertenece a una familia formada por otros seis genes presentes en mamíferos conocida como sirtuin.
El laboratorio de Alt lleva estudiando estos reparadores genéticos desde hace una par de décadas, sobre todo desde que se descubrió en la levadura un gen homólogo, el Sir2, que mantiene la estabilidad del ADN y regula el envejecimiento de este microorganismo. Después, los científicos han constatado que, reforzando la actividad de genes similares en moscas y gusanos, se consigue aumentar su esperanza de vida.
En palabras de Alt, su especial interés por el Sir2 radica en que este gen juega un papel importantísimo en el mantenimiento de la cromatina, el conglomerado de ADN y proteínas que da forma a los cromosomas. "Al estudiar los trastornos que podía ocasionar para el organismo la anulación de cada uno de los genes sirtuin, descubrimos que el SIRT6 era el que tenía efectos más devastadores", dice Alt. En su ensayo, él y sus colegas exploraron las consecuencias del silenciamiento de este gen tanto a nivel celular como corporal en ratones.
Así, el análisis de las células de ratón con el SIRT6 silenciado mostró que sufrían una terrible inestabilidad. Por ejemplo, las células eran muy sensibles a agentes que reaccionan de forma oxidativa con el ADN, como el peróxido de hidrógeno. Las afectadas eran incapaces de arreglar los desperfectos causados por estas moléculas corrosivas. Los resultados se tornaron más dramáticos cuando decidieron probar el gen silenciado en los propios ratones. "Al nacer nos parecieron normales, aunque ligeramente más pequeños que los normales", confiesa Alt. "Pero a las tres semanas de vida empezaron a mostrar anomalías que se asocian con los procesos de envejecimiento".
Las más significativas ya las hemos mencionado: disminución del número de glóbulos blancos o linfocitos en sangre, pérdida de masa ósea y bajada de los niveles de glucosa, que eran prácticamente indetectables al morir al cabo de un mes.
Resulta curioso, y no menos inquietante, comprobar cómo un único gen puede acelerar el cronómetro de la vida. Todavía, los científicos están lejos de saber con detalle cómo actúan y se coordinan estos gerontogenes. Las investigaciones en curso podrán arrojar luz a los procesos biológicos que conducen a la senectud y así diseñar terapias y tratamientos para hacernos vivir más y mejor. De lo contrario, habrá que seguir los pasos de Fausto y negociar con Mefistófeles.