Después de una luna de miel en hoteles, Mike se compró un piso, un ático, Rue de Maître-Albert, en una de esas viejas casas parisinas, venidas a menos y rehabilitadas, que pasaban de tugurios a pisos de postín.
Se podrían escribir novelas sobre esas casas. Por ejemplo, paralela a la calle de Maître-Albert está la calle de Bièvre, donde, fastidiando el sueño de Daniel de la Iglesia, el señor Mitterrand instaló su lujosa residencia privada. Del otro lado del Sena, Rive Droite pero siempre en el viejo casco parisino, no solo casas, sino barrios enteros fueron renovados, y entre otros la magnífica Place des Vosges, totalmente abandonada durante decenios y convertida en lo que fue: un lugar chic. Allí vive nada menos que Jack Lang. Y no muy lejos está la calle Aubriot, sede provisional de Ruedo Ibérico, del POUM en el exilio, y en el patio del mismo edificio Robles, el librero español de la calle Monsieur-le-Prince, rival de la Librería Española de los Soriano, Rue du Seine (hoy de Littré), había instalado una imprenta.
A mí me tocó visitar, calle Aubriot, los humildes locales del POUM y Ruedo Ibérico, y algunos más, y asistir a la fiesta de inauguración, con "copa de vino español" –o mejor dicho, whisky escocés–, de ese mismo edificio, renovado, rehabilitado, convertido en palacio (sin ascensor) para banqueros, como Guy de Boisson, el banquero soviético de París, hermano de la actriz Pascale de Boysson y cuñado de Olivier Chévrillon, director que fue de Le Point y que también tenía un piso en la calle de Maître-Albert.
Podría seguir contando más anécdotas, parisinas y a la vez cosmopolitas, pero volvamos a 1971 y a Mike Goldmann, que, en sus fallidos intentos por convertirse en actor en París, si sólo logró algunas panouilles (papelitos), se hizo amigo de varios actores, y sobre todo de Laurent Terzieff. Y así le conocí. Pues, esa noche a la que voy a referirme, Mike y su esposa, Jacqueline, que no era muy guapa pero tenía un cuerpo espléndido, convidaban a una pequeña fiesta a los actores y al autor de L’Homme couché en su ático de la calle de Maître-Albert, junto al Sena.
Entre los invitados había una mujer bellísima –no se olviden de que la escena transcurre en 1971– que me presentaron como Susan Sontag; y como ella y un par de amigos suyos habían asistido esa misma noche a la función de L’Homme couché en el teatro Lucernaire, calle de Odessa, alguien le preguntó a la Sontag, entonces joven novelista de la que las ediciones del Seuil habían traducido y publicado, con éxito de crítica, una o dos obras –yo no había logrado terminar una de ellas–, lo que pensaba de L’Homme couché. "Me ha gustado mucho, Laurent", respondió. Laurent Terzieff era el protagonista y el director escénico de la obra. "Sí, ya, ¿pero la obra?". "Me ha gustado mucho, Laurent", repitió, lanzándome una mirada de odio. Una mirada de odio verdadero, no es ninguna broma.
Se me olvidaba precisar que yo soy el autor. Alguien, no recuerdo si fue Mike o el propio Terzieff, me precisó que Sontag formaba parte del sector duro, lésbico, del movimiento feminista norteamericano. Por aquel entonces, confieso que algo me preocupaba ser tildado de misógino o de machista (hoy me importa un bledo), y me dije: si tan machista es mi obra, ¿por qué las dos actrices se han peleado para desempeñar el papel de la mala, el papel de María Nadario, dite Nada?
Poco antes, o poco después, de esa reunión en casa de Jacqueline y Mike, recuerdo que Marcel Dalio, actor mítico del cine francés y de algunas películas norteamericanas, entusiasmado, me felicitaba después de una función en el teatrillo del Lucernaire diciéndome: "Las que más amamos son las que más nos hacen sufrir". Yo, desde luego, jamás he considerado mi obra bajo ese ángulo, pero bien sabido es que los espectadores, como los lectores, reconstruyen su propia obra, o al menos tienen una versión distinta de la misma obra.
Recordando esa fiesta, y el odio descarado de Susan Sontag hacia mí o, en todo caso, hacia mi obra, y teniendo en cuenta las posteriores y extravagantes declaraciones políticas de la buena señora, rápidamente convertida en ruina, tanto física como intelectual, me dije que si mi Homme couché, desde luego, no debía de corresponder a los cánones de su credo feminista, había algo más que la enfurecía: una tan evidente como implícita irrisión de lo que a veces se califica de "ideales revolucionarios".
En todo caso, un grupo de actores post-sesentayocheros irrumpieron en el escenario del teatro –después de una función, menos mal– exigiendo al autor y a los actores que explicaran por qué habían escrito y montado una obra que no tenía en cuenta la lucha de clases –o los verdaderos problemas sociales de la época–. Recuerdo haber cruzado el teatro para decir a los okupas: "Tenéis razón: es una obra inútil y nada revolucionaria". Cuando los actores-militantes preguntaron quién era ese hurluberlu y se les contestó que era el autor, se quedaron estupefactos.
Susan Sontag y sus amigos gringos (puede que estuviera Al Gore entre ellos) nos parecieron tan antipáticos, soberbios y engreídos que los abandonamos en un rincón. Y que Rosa Regás –otra que se las trae– no me diga que los yanquis son todos así, porque tan yanquis como ellos eran Jacqueline y Mike, o Harry Belafonte, que me presentaron una noche chez Lipp. Si Sontag sólo hacía carantoñas a Terzieff era porque quería contratarle para una película. Por aquel entonces tenía no sé qué enchufe en Suecia, donde realizó dos películas. Yo vi una, con Terzieff precisamente, y era pésima. Pero nada tenía que ver con el "realismo socialista": me pareció un miserable plagio de las películas de Bergman. Ése sí que fue un verdadero artista.