Iniesta Cano fue a dar una conferencia al Círculo Mercantil de Vigo. Pocos se acordarán de este general, que pertenecía al sector llamado más tarde "el búnker", convencido de la posibilidad de un franquismo sin Franco. Tampoco tenía yo noticias de él, pero Carlos Barros, que hoy es historiador medievalista y entonces era uno de los jefes de los estudiantes del PCE en Vigo, así como activista en la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid, me lo advirtió: "Es un ultra, uno de los más ultras".
El militar procedía de la oficialidad cercana a la Falange durante la Guerra Civil, y, cosa de cuatro o cinco años más tarde del suceso que voy a narrar, dirigía la Guardia Civil cuando Carrero Blanco fue asesinado. Dio entonces órdenes de imponer casi un estado de sitio; medidas que pudieron causar una involución política y que Torcuato Fernández Miranda evitó.
A Barros, o a algún otro, se le ocurrió una acción muy sencilla y eficaz: meter en la sala a estudiantes del PCE, simpatizantes y amigos –sumaríamos tal vez veinte o treinta, pues estábamos en vacaciones–, y en mitad de la conferencia levantarnos de pronto y marcharnos ostentosamente, para manifestar nuestra disconformidad. El desplante quizá saliera en la prensa, y en todo caso no dejaría de circular en rumores y comidillas.
Por entonces el PCE practicaba una política muy abierta, poco clandestina, excepto en sus círculos más altos, de modo que la infiltración policial resultaba muy fácil, y debía darse por descontado que la policía estaría al tanto; pero la represión por algo tan inocente, un simple gesto de disconformidad democrática, no podía ser grande, y en cambio daría mayor publicidad al asunto, que era precisamente lo que buscábamos: los comunistas quedaríamos como víctimas de la dictadura y abanderados de la democracia.
En realidad, el acto se desinflaría si no ocasionaba una mínima represión, y el PCE había organizado muchas veces encerronas a sus simpatizantes con el fin de explotar propagandísticamente las sanciones impuestas por el régimen. Era un arma de doble filo, porque también desanimaba a mucha gente. Por cierto, que esto de las facilidades para la infiltración sería una de las acusaciones que más adelante lanzaríamos los maoístas contra el PCE para presentarlo como "liquidacionista", cuando no como colaborador de la policía en la tarea de maniatar al "movimiento obrero" y al "movimiento estudiantil".
El argumento tenía alguna base real, pues la policía se metió a fondo en aquellos movimientos, pero era estúpido en cuanto a su pretensión de retratar a los "revisionistas" o "carrillistas" como colaboradores conscientes y deliberados del franquismo. No obstante, este género de acusaciones venenosas es una muy larga tradición en los movimientos marxistas.
En todo caso, el general debió de verse sorprendido ante la juventud de gran parte de su auditorio, pues la mayoría de los no muchos asistentes era de edad media-alta. En aquellos años las conferencias, en general, atraían poca audiencia. No recuerdo el tema de la disertación, me parece que ni siquiera llegué a enterarme entonces de sus palabras, pues mi atención se concentraba en cualquier incidencia que pudiera ocurrir. En un momento dado algunos de los presentes se levantaron, los demás comprometidos lo hicimos también y nos dirigimos hacia la puerta… para encontrarla bloqueada por un nutrido grupo de policías vestidos de paisano, los famosos "sociales", o miembros de la Brigada Político Social (BPS), la policía política del régimen. Por tanto, hubimos de volver sobre nuestros pasos y tomar asiento nuevamente.
El general Iniesta no debió de encontrar de su gusto el desplante, en realidad se le notaba bastante cabreado, aunque sereno, y fue subiendo de tono sus palabras, denunciando "intereses bastardos" de comunistas y similares. Con lo cual, sintiéndonos a nuestra vez ofendidos, volvimos a levantarnos con decisión de marcharnos, quisieran o no los policías. Pero esta vez no nos cortaron el paso, sino que se distribuyeron formando un cordón a lo largo de la pared de la ancha escalera, fijándose en nuestras caras y conduciéndonos hacia abajo.
Si mal no recuerdo, el salón de la conferencia estaba en el segundo piso del edificio. La planta baja tiene dos niveles, ambos con mesas de cafetería: el nivel inferior, amplio, da a la calle del Príncipe, lugar tradicional de paseo y de comercios; el superior, más estrecho y conectado al otro por una corta escalinata, sale a la calle Velázquez Moreno, más discreta y en cuesta, donde esperaban unas furgonetas de la Policía Armada (los "grises"), para trasladarnos a comisaría.
Según llegábamos a la planta baja, yo iba buscando el modo de escapar al cerco policial, pues no tenía la menor gana de que me ficharan, me multaran o, quizá, me golpearan. Vi que el policía que impedía bajar al nivel inferior miraba en un momento hacia la calle, y me separé disimuladamente del grupo para sentarme a una mesa, en el rincón de la izquierda, donde tomaban alguna consumición una señora de mediana edad y una chica, probablemente su hija. Me miraron con sorpresa y un comienzo de indignación. Empecé a farfullar alguna historia improvisada, de ésas que no acaban de salir coherentemente.
Todo podía salir bien si las ocupantes de la mesa no se alteraban demasiado y me daban tiempo a contarles cualquier cosa mientras concluía el desfile hacia las furgonetas. Pero entonces observé una pequeña puerta entreabierta en el rincón. Pensé que daría a algún cuchitril, y, con un "perdonen, perdonen", me levanté y entré por ella, dejando algo boquiabiertas a la señora y a la joven, que no entendían lo que pasaba ni distinguían a los "sociales" de los demás. Me pareció más seguro esconderme allí, por si algún "social" me reconocía en la mesa.
Temí por un momento que algún policía hubiera observado mi maniobra y vinieran a buscarme, pero, para mi alegría, no me encontré en un chiscón, sino ante una escalera interior de caracol, paralela a aquélla por donde habíamos bajado de la conferencia. Era seguramente la escalera por donde los camareros subían las consumiciones a los pisos de arriba.
En ese momento cometí una pequeña torpeza: pude haber bajado al nivel inferior de la planta baja y salir tranquilamente a la calle del Príncipe, pero opté por subir de nuevo rápidamente, hasta la planta superior a la de la conferencia, y volví a bajar por la escalera principal. Supuse que la operación policial habría terminado y ya no habría ningún riesgo.
Y había terminado, en efecto, pero, para mi sorpresa, al llegar al primer piso tropecé con varios "sociales", que subían de nuevo al piso del conferenciante, quizá por si surgía algún nuevo incidente. Seguí mi camino sin mirar a nadie, pero dos de ellos se pararon, y oí que uno decía a otro, fijando la vista en mí con desconcierto: "¡Pero este tipo…!".
Sin duda me habían reconocido del anterior descenso, y creí que me detendrían de nuevo, pero el hecho incomprensible de que, después de haber entrado, presuntamente, en las furgonetas, volviera a bajar como si tal cosa les impidió reaccionar. Yo seguí bajando como si no me hubiera percatado de nada, procurando mantenerme tranquilo. Llegué a la planta baja, y las furgonetas ya se habían ido. Salí por la calle del Príncipe. Me sentí realmente contento, con esa euforia que produce salir de una situación comprometida.