Cuando yo era un chaval, la judía verde era una verdura claramente veraniega. Claro que por entonces las cosas solían tener su temporada, fuera de la cual desaparecían de los mercados. Eso se llamaba, y se llama, estacionalidad. Las cosas se hacían esperar, lo que de alguna manera incrementaba el deseo que de ellas íbamos teniendo. Para mí, desde luego, dos de los símbolos del verano eran las judías verdes y los tomates, que formaban una combinación que me gustaba muchísimo.
Hoy, cuando las ciencias han adelantado mucho más que la "barbaridad" que decía el boticario de La verbena de la Paloma, don Hilarión, tenemos más o menos de todo casi todo el año. Variedades tempranas, variedades tardías, cultivos bajo plástico, productos del Hemisferio Sur...
Ventajas tiene la cosa, cómo no va a tenerlas, cómo no va a ser agradable comer lo que a uno le apetece cuando a uno le apetece; pero también tiene sus inconvenientes, porque hemos perdido el concepto mismo de estacionalidad... y porque las cosas tienen su temporada no porque sí, sino porque está en su naturaleza; sin contar que una verdura de temporada consumida en su propia zona de producción transmite unas sensaciones muy distintas –y desde luego mejores– que las que ofrece un hijo de la globalización.
En todo eso pensaba yo ante mi plato de caldo de judías verdes. Luego, hablando con Maribel mientras nos lo comíamos, me enteré de más cosas. Las judías procedían de Málaga, tierra tradicionalmente productora, como Almería, de esta hortaliza sobre cuyo origen –¿asiático? ¿americano?– no se ponen de acuerdo los estudiosos; sabemos que las alubias actuales proceden de América, pero hay rastro de otras variedades, perdidas, en textos anteriores a 1492. En fin, hoy eso nos da igual.
La etiqueta nos decía, además, que esas judías eran de la variedad llamada garrafal. Hay, creo, tres variedades que comparten ese nombre: la garrafal enana, la garrafal de hoz –o herradura, la ferraúra de la paella– y la garrafal oro. Desde luego, ferraúras no eran, aunque muy enanas tampoco, de modo que no sé a qué carta quedarme.
Tercera información interesante de la etiqueta: 13,90 euros el kilo. Traducido al esperanto, algo más de 2.300 pesetas. Es ante datos como éste cuando se queda uno atónito y hasta mudo, porque toda la vida las judías verdes han sido consideradas una verdura del grupo de las baratas.
Tengo bastante claro que comerse cosas lejos de su temporada natural tiene un precio; recuerdo un viejo anuncio, de Paris Match, que decía que el lujo era rodar en Rolls-Royce, poseer una isla en el Pacífico, comer fresas en Navidad y dormir en sábanas de una marca que he olvidado. Podríamos añadir: y comer judías verdes en enero. El problema es que, qué se le va a hacer, las judías verdes tienen menos glamour que las fresas... que también podemos comer ahora no en verano, sino casi todo el año.
En fin, que el caldo al que llamaré en lo sucesivo garrafal resultó ser un lujo. La verdad es que estaba muy rico. Tiene gracia que, en Galicia, el de judías verdes era un caldo muy minoritario, que sólo se preparaba en verano y, más que nada, por nostalgia de los otros caldos invernales, los de nabiza, repollo, berza o grelos. Era, podríamos decir, una especie de sucedáneo para nostálgicos. Pues... ya ven ustedes por dónde.
El proceso fue el siguiente: desprovistas de hilos las judías verdes que entran en medio kilo, procedimos a cortarlas en trocitos de un par de centímetros de longitud. Desde la víspera, estaban a remojo unas cuantas alubias blancas, mientras que por otra parte se desalaba un rabo salado de cerdo. Pusimos en una olla las alubias, el rabo, un buen trozo de morcillo de ternera, otro de buen tocino con hebra, un chorizo y un trocito de unto, preceptivo en todo caldo gallego.
Cubrimos con agua, salamos... y a cocer una hora, tiempo tras el cual suprimimos el unto, añadimos unas patatas troceadas, las judías verdes y dejamos cocer media horita más. Lo dejamos reposar un rato y servimos el caldo, cuyas carnes nos sirvieron de excelente segundo plato.
Hoy, cuando las ciencias han adelantado mucho más que la "barbaridad" que decía el boticario de La verbena de la Paloma, don Hilarión, tenemos más o menos de todo casi todo el año. Variedades tempranas, variedades tardías, cultivos bajo plástico, productos del Hemisferio Sur...
Ventajas tiene la cosa, cómo no va a tenerlas, cómo no va a ser agradable comer lo que a uno le apetece cuando a uno le apetece; pero también tiene sus inconvenientes, porque hemos perdido el concepto mismo de estacionalidad... y porque las cosas tienen su temporada no porque sí, sino porque está en su naturaleza; sin contar que una verdura de temporada consumida en su propia zona de producción transmite unas sensaciones muy distintas –y desde luego mejores– que las que ofrece un hijo de la globalización.
En todo eso pensaba yo ante mi plato de caldo de judías verdes. Luego, hablando con Maribel mientras nos lo comíamos, me enteré de más cosas. Las judías procedían de Málaga, tierra tradicionalmente productora, como Almería, de esta hortaliza sobre cuyo origen –¿asiático? ¿americano?– no se ponen de acuerdo los estudiosos; sabemos que las alubias actuales proceden de América, pero hay rastro de otras variedades, perdidas, en textos anteriores a 1492. En fin, hoy eso nos da igual.
La etiqueta nos decía, además, que esas judías eran de la variedad llamada garrafal. Hay, creo, tres variedades que comparten ese nombre: la garrafal enana, la garrafal de hoz –o herradura, la ferraúra de la paella– y la garrafal oro. Desde luego, ferraúras no eran, aunque muy enanas tampoco, de modo que no sé a qué carta quedarme.
Tercera información interesante de la etiqueta: 13,90 euros el kilo. Traducido al esperanto, algo más de 2.300 pesetas. Es ante datos como éste cuando se queda uno atónito y hasta mudo, porque toda la vida las judías verdes han sido consideradas una verdura del grupo de las baratas.
Tengo bastante claro que comerse cosas lejos de su temporada natural tiene un precio; recuerdo un viejo anuncio, de Paris Match, que decía que el lujo era rodar en Rolls-Royce, poseer una isla en el Pacífico, comer fresas en Navidad y dormir en sábanas de una marca que he olvidado. Podríamos añadir: y comer judías verdes en enero. El problema es que, qué se le va a hacer, las judías verdes tienen menos glamour que las fresas... que también podemos comer ahora no en verano, sino casi todo el año.
En fin, que el caldo al que llamaré en lo sucesivo garrafal resultó ser un lujo. La verdad es que estaba muy rico. Tiene gracia que, en Galicia, el de judías verdes era un caldo muy minoritario, que sólo se preparaba en verano y, más que nada, por nostalgia de los otros caldos invernales, los de nabiza, repollo, berza o grelos. Era, podríamos decir, una especie de sucedáneo para nostálgicos. Pues... ya ven ustedes por dónde.
El proceso fue el siguiente: desprovistas de hilos las judías verdes que entran en medio kilo, procedimos a cortarlas en trocitos de un par de centímetros de longitud. Desde la víspera, estaban a remojo unas cuantas alubias blancas, mientras que por otra parte se desalaba un rabo salado de cerdo. Pusimos en una olla las alubias, el rabo, un buen trozo de morcillo de ternera, otro de buen tocino con hebra, un chorizo y un trocito de unto, preceptivo en todo caldo gallego.
Cubrimos con agua, salamos... y a cocer una hora, tiempo tras el cual suprimimos el unto, añadimos unas patatas troceadas, las judías verdes y dejamos cocer media horita más. Lo dejamos reposar un rato y servimos el caldo, cuyas carnes nos sirvieron de excelente segundo plato.
El caldo resultó estar muy rico, y las judías verdes llegaron a la mesa con una textura impecable, masticables sin exagerar, un poco al dente sensibile. Un acierto, el caldo garrafal. Por cierto: el Diccionario habla de cerezas y guindas garrafales, pero no de judías verdes; habida cuenta de su cotización, habrá que convenir que, en este caso, el DRAE comete un fallo ciertamente garrafal, que es lo que "se dice de algunas faltas graves de la expresión y de algunas acciones". Y de algunas omisiones, añadiremos nosotros.
© EFE