Incluso he recibido el Precatólogo (sic) del Liber 2005, que se celebra este año, del 11 al 15 de octubre, en la todavía capital de España. Aunque yo pensaba que todo sería muy previsible, a la par que aburrido, me topo con bastantes sorpresas. La primera es la relevancia que se va a dar a la traducción –que me place–, con un seminario (sic) y con la entrega de un Premio Panhispánico (sic) a la Traducción, organizado por la Unión Latina y que me llena de perplejidad: será mezclar churras con merinas. Pero les encanta a los de la alianza de civilizaciones. La segunda es lo abigarrado de la propuesta editorial, desde la III Jornada de "El sector editorial y el e-learning" hasta el cóctel (escrito coktail) ofrecido por la Comisión de Editores del Libro Religioso. La tercera sorpresa la representa el país invitado, que en esta ocasión es Grecia. Valdrá la pena enterarse de lo que se hace por esos pagos. No hay duda, es la rentrée.
Sin embargo, no empieza bien este curso, empañado por las catástrofes naturales, de las que, como es habitual, tienen toda la culpa los respectivos gobiernos del PP, pasados, presentes y futuros, y, por supuesto, el presidente Bush. Como ocurre desde el malhadado 11-S, nos guste o no, la política es prioritaria en los asuntos públicos. Una se encuentra en todos los libros de memorias el testimonio irrecusable de quienes vivieron épocas terribles, con el que intentan convencernos de que, a pesar de las adversas circunstancias, la cultura se mantenía terne, como si nada pasara. No es posible. Una cosa es que, a pesar de las bombas, la vida continúe y los cines, teatros y restaurantes sigan abiertos, y otra muy diferente que los periódicos gasten mucho espacio en crítica literaria, por no mencionar el que dedican a la crítica de la cultura.
Los únicos artistas que interesan en esas etapas inciertas, sectores especializados aparte, son los que alegran las pajarillas de los sufridos ciudadanos. Son épocas de frivolidad, y eso es tal vez lo que tanto asombra a quienes se hacen cruces por ese fenómeno que, ahora, cuando volvemos a estar en guerra, aunque sea atípica, protagonizamos. Y no parece que pueda uno protegerse fácilmente, ni siquiera parapetándose en la lectura, práctica reverenciada que busca adeptos constantemente.
Ahora, en Madrid, el Ayuntamiento y la Comunidad, dejando de lado las rencillas, se han unido para ofrecer un nuevo servicio que facilite la labor en todo tipo de transportes. Se trata de una red de bibliotecas públicas que funciona en régimen de préstamo. Los lectores, como en cualquier otra biblioteca, podrán tener en su poder los libros durante unos días. Supongo que no puede ser de otro modo, pues difícilmente da tiempo a pedir en Ventas Crimen y Castigo y devolverlo en Cuatro Caminos. Alabo y le deseo lo mejor a esta iniciativa, pero habría sido más interesante que las editoriales se estiraran un poco y regalaran, en esos mismos puntos, el excedente que, cada tanto, incineran. Sería una obra de caridad lectora y un alivio para sus almacenes.
Los libros así recogidos circularían por todas partes, ya que podrían ser abandonados una vez leídos en cualquier otro lugar frecuentado, como por ejemplo las consultas de los hospitales, donde ves morirse de aburrimiento a centenares de personas, mano sobre mano. Aun así, será interesante comprobar si el número de lectores aumenta de manera constante gracias a esa medida, no sea que vaya a ocurrir como sin duda ocurrirá con el matrimonio (sic) entre homosexuales, que como mucho se celebrarán durante la temporada en que sean noticia.
En España los hábitos lectores están muy asumidos. Es sabido que hay más lectoras que lectores, y como no es seguro que las mujeres sean más intelectuales que los hombres, en términos generales y si me apuran incluso en los particulares, deduzco que, entre otras razones, es porque ellos no se ven reflejados en las así llamadas novelas de Lucía Etxebarría, Rosa Regás o Maruja Torres, con las que alimentan su imaginario las fementidas hembras de la discriminación positiva. He avanzado esos preclaros nombres para poner ejemplos realmente acordes con el nivel de la época. Entre tanto hembrismo, los sesudos machos de la especie se ven obligados a refugiarse en el Sudoku, que es el colmo de la abstracción pura. Hasta que apareció El código da Vinci, de cuyo autor no consigo acordarme, y otras obras de diferentes epígonos, que serán todo lo infames que se quiera pero a las que hay que atribuir el evidente mérito de hacer que los hombres lean en público algo que no sea un periódico. Es otra manera de salir del armario.
Hay excepciones, por supuesto, pero con ellas los generalistas de la vida no hacemos nada, ni siquiera podemos establecer la norma. Yo no soy socióloga –¡ni lo quiera Dios!, como dijo Lolaspaña cuando la preguntaron en Nueva York si sabía inglés–, e ignoro si hay estudios concretos sobre la lectura en lugares públicos. De entre los ya mencionados hábitos lectores, éste es uno de los más curiosos, incluso de los más significativos. Es lo que se llama un indicador cultural de primer orden. No basta con saber quién lee, sino qué se lee, incluso cómo se lee, si sentado o de pie, si a solas o rodeado de gente. Por ejemplo, a Stendhal no le interesaría otra cosa, ni a Proust.
En materia postural los profesionales de la lectura nos llevamos la palma. Yo he llegado a leer en un semáforo en rojo, mientras conducía, y he visto a César Vidal hacerlo en el estudio de la radio mientras los demás no paraban de hablar. Sánchez Ferlosio y el propio Vidal se autodenominan por ello "basureros o traperos de tiempo". Yo no aspiro a tanto, pero voy por ese camino, y eso que, como sugería Flaubert, ni leo como los niños, para divertirme, ni como los ambiciosos, para instruirme; sólo leo para vivir, en todos los sentidos.