Carlos estaba persuadido de que España estaba, ya a mediados del siglo XVIII, muy atrasada con respecto a otros países de Europa que conocía de primera mano. La aventura imperial de los siglos precedentes había salido por un ojo de la cara. El reino, especialmente Castilla, estaba despoblado, el comercio era una ruina y la sociedad arrastraba todas las taras de los aciagos días de los Austrias. Mientras Europa amanecía a la revolución científica e industrial, nuestros antepasados dormían una goyesca y verbenera siesta de la que tardarían en despertar.
El rey, aunque había nacido y se había criado en España, era, en cierto modo, un extranjero en su propia tierra. Aficionado a la caza como pocos monarcas lo han sido, delegó buena parte de las tareas de gobierno a sus ministros italianos. Entre ellos, su preferido era Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, un siciliano ambicioso muy dado a resolver los problemas de un modo tajante. Al llegar a Madrid, Esquilache se escandalizó del lamentable estado de la Villa. La ciudad era sucia, maloliente e indigna de albergar la Corte. Y no andaba errado en la apreciación.
Madrid, que apenas contaba dos siglos de capitalidad, había crecido desmesuradamente y de un modo desordenado. Las calles eran todas estrechas y oscuras, por las que no corría ni el aire. La falta de pavimentación hacía que la ciudad se pasase el verano envuelta en una nube de polvo, y que, con las primeras lluvias, los charcos y lodazales complicasen el paso de las carretas.
Por no tener, cuando Carlos III llegó, no tenía ni palacio real. El antiguo alcázar se había incendiado y el actual se encontraba en obras. No había catedral, pero sí un sinnúmero de iglesias, conventos, capillas, ermitas y oratorios, rivalizando en esto con la misma Roma. Tal abundancia de religiosos pululaba por las calles y plazuelas que la Villa y Corte se había ganado el sobrenombre de "capital de la Gloria". De aquel Madrid frailuno y conventual aún queda mucho en pie aunque, claro, lo difícil, hoy, es cruzarse con un cura por la calle; un cura nacido en España, quiero decir.
Los planes de Esquilache eran tan ambiciosos como él. Ordenó que se instalasen farolas, ajardinó algunos paseos y empezó a adoquinar las arterias principales. Sería el principio de la gran reforma urbanística de Carlos III, que legó a la ciudad sus dos fuentes más inmortales: la de Neptuno y la Cibeles, y la puerta más célebre de cuantas franqueaban el paso a la villa, la de Alcalá. Estos dos últimos elementos habrían de convertirse en santo y seña de la capital y orgullo de sus habitantes.
Una vez adecentadas las calles, Esquilache vio llegado el momento de modelar a su gusto la vestimenta de los madrileños. Los majos de entonces iban ataviados con grandes capas, con las que se cubrían la cara, y tocados con grandes sombreros de ala ancha, llamados "chambergos". Las capas cumplían su función protegiendo de los fríos invernales y evitando que la persistente polvareda veraniega inundase los pulmones de los transeúntes. Lo del chambergo era una moda, importada, naturalmente, como casi todo en Madrid. Habían llegado de la mano de la guardia flamenca de la reina Mariana de Habsburgo un siglo antes; su nombre, de hecho, derivaba del apellido del mariscal Schömberg, gran aficionado a este tipo de sombreros.
Al principio Esquilache se contentó con prohibir el uso del chambergo y la capa a los funcionarios reales, so pena de ser arrestados y perder el empleo. Como no era cosa de dejar escapar una bicoca así por la capa y el dichoso sombrerito, los funcionarios tragaron y se hicieron confeccionar preciosos trajes a la francesa, con su capita corta y su modernísimo sombrero de tres picos, es decir, el tricornio, que ya es mala sombra que en nuestros días sea símbolo de todo lo contrario. Crecido por el éxito, en marzo de 1766 mandó redactar un bando para que todo Madrid cambiase el vestido.
La excusa oficial era mejorar el orden público, pues tras los embozos solían ocultarse espadas, dagas y todo tipo de armas, con las que los ladrones asaltaban a los paseantes. Los bandos, colgados en las esquinas, levantaron los ánimos del pueblo. Muchos fueron arrancados según los fijaban los alguaciles del ministro; otros se quedaron ahí, pero nadie, o casi, cumplió el precepto. Las multas eran severas: si se incumplía, seis ducados o doce días de cárcel. Para los reincidentes, justo el doble: 12 ducados o 24 días de cárcel. Como para pensárselo.
Visto que por la buenas no había manera, el siciliano procedió a aplicar la ordenanza por las malas. Movilizó a los soldados, que, junto con un sastre, se apostaban en las plazas para dar el alto a los infractores, multarles y rehacerles la indumentaria en el acto: tres tijeretazos en el sombrero, uno en la capa... y circulando, que es gerundio.
La medida colmó el vaso de la paciencia de los madrileños. El Domingo de Ramos, cuando la ciudad se preparaba para la Semana Santa, dos chuletas se dejaron caer por la plaza de Antón Martín pavoneándose delante de los alguaciles con sus chambergos, y embozados en una espléndida e ilegal capa. Los soldados acudieron a su encuentro y les preguntaron por qué iban vestidos de ese modo, a lo que los majos contestaron con un casticismo redondo: "Porque nos da la real gana".
No hizo falta mucho más. Los soldados hicieron ademán de detenerles, pero uno de ellos silbó y una cuadrilla de embozados salió de las calles aledañas en su auxilio. Los guardias pusieron pies en polvorosa. Tanto mejor, según estaban los ánimos: de Antón Martín hubieran salido con los pies por delante.
La revuelta se extendió por toda la ciudad. Tomaron al asalto el cuartel de los Inválidos y, ya pertrechados de mosquetes y espadas, se dirigieron a la casa de Esquilache. La turbamulta se cebó. Acuchillaron a uno de los criados y lo dejaron todo patas arriba, especialmente la despensa del ministro, donde no quedó ni un mal trozo de tocino que echar a la olla. Saqueada la mansión, los revoltosos arramblaron con las farolas que poco antes el ministro había instalado para iluminar las noches madrileñas. Desde el motín de Esquilache hasta el Cojo Manteca, esto de destrozar el mobiliario urbano es, entre nosotros, una tradición inmortal.
En Palacio, el rey fue informado de los disturbios pero no les concedió demasiada importancia. El precio del pan estaba por las nubes, y era relativamente normal que el sufrido populacho diera rienda suelta a su descontento con el que, además de ministro de Gracia y Justicia, era secretario de Hacienda.
El lunes, los amotinados, que ya se contaban por miles, acudieron en masa al Palacio Real a presentar sus demandas al rey Carlos. Pero éste, en lugar de salir al balcón para templar gaitas, puso a proteger el edificio a la temida y odiada guardia valona, cuyos integrantes venían de Bélgica. Los valones, que ni hablaban español ni tenían intención de aprenderlo, abrieron fuego contra la multitud y mataron a una pobre mujer, quizá modistilla, que se encontraba en primera fila.
La muchedumbre se enardeció de tal manera que el rey accedió a entrevistarse con un representante suyo, un fraile a quien se permitió la entrada en palacio. Se trataba del Padre Yecla, conocido como Fray Gilito, un extravagante franciscano que predicaba por las plazas con una soga al cuello y una corona de espinas y que no olvidaba, cada mañana, ponerse ceniza sobre la calva, para dar testimonio de lo efímero de la carne. Ya tiene bemoles que a un asceta le pusiesen tal mote.
Estos iluminados eran muy habituales en las ciudades europeas de entonces. Ponían a las beatas los ojos en blanco y terminaban muriendo, pobres como las ratas, en olor de santidad, o, en el peor de los casos, se las veían con el Santo Oficio, poco amigo de este tipo de expansiones místicas.
Pero lo que Fray Gilito llevaba a las manos del rey no era ya una solicitud sino un ultimátum: o accedía a las exigencias del pueblo o las turbas descontroladas metían fuego al nuevo y flamante palacio, el más bello de Europa. Las exigencias se reducían, básicamente, a tres: que bajase el precio del pan, que Esquilache fuese expulsado de España y que los guardias valones volviesen a su Bélgica natal. El rey, haciendo gala de la sensatez y el buen juicio que, por desgracia, no legaría a sus sucesores, salió al balcón, calmó a la multitud y aceptó las condiciones.
Aunque había conseguido serenar los arrestos de sus súbditos, Carlos III no las tenía todas consigo, de manera que empaquetó a la familia y, por la noche y en secreto, se largó a Aranjuez. Al trascender la noticia, Madrid volvió a levantarse en armas. Los cabecillas de la revuelta pensaban que, en realidad, el rey había aceptado de boquilla el pliego de exigencias y estaba reuniendo un ejército en la ribera del Tajo, para sofocar la asonada por las malas. El gentío, de nuevo congregado para protestar, se concentró frente a la casa de Diego de Rojas, presidente del Consejo de Castilla, para que éste enviase a Su Majestad un memorial de agravios.
Hecho esto, los amotinados se entregaron al saqueo y pillaje de toda la ciudad. No quedó a salvo un solo almacén de abastos, y hasta la cárcel fue asaltada, para liberar a los presos. Esto provocó que la villa se llenase de delincuentes que querían aprovechar hasta el último minuto de libertad antes de volver a la celda, cuando las cosas se tranquilizasen.
El rey, informado de la gravedad de los acontecimientos, aceptó sin rechistar el memorial de Rojas. Esquilache fue enviado fuera del reino, como embajador en Venecia, donde moriría 20 años después. Sin embargo, don Carlos se resistió en principio a regresar a la capital. Temía que se reavivase la revuelta y que, esta vez, no saliese vivo del brete. Mandó llamar al Conde de Aranda, un perspicaz aragonés que era capitán general de Valencia, con todas sus tropas, por si acaso. Aranda, una de las mentes más brillantes que dio el siglo XVIIII español, se quedó en la Corte; fue el sucesor natural de Esquilache.
Con Aranda al frente, la capa corta y el sombrero de tres picos terminó imponiéndose. El aragonés, mucho más listo que Esquilache, hizo uso de lo que le faltó al siciliano: mano izquierda. Sabía que ese tipo de reformas no se pueden imponer desde arriba. Para conseguir su objetivo de cambiar el atuendo de nuestros abuelos dio un pequeño pero efectivo rodeo: persuadió a su clientela natural, la nobleza, de que lo fino y elegante era vestir a la francesa. La clase media y los comerciantes no tardaron en imitar a la idolatrada aristocracia, y de ahí saltó al pueblo llano, siempre deseoso de aparentar, y más en una ciudad como Madrid, que siempre ha padecido una superpoblación de sablistas, rufianes y gentes de toda condición que viven del cuento.
Para apuntalar la mala imagen del chambergo y la capa larga, Aranda ordenó que todos los verdugos del reino vistiesen a la española. Ni que decir tiene que sólo eso bastó para que muchos le metiesen tijera al vestuario de inmediato. El verdugo era tan vilipendiado socialmente que los pobres hacían malabarismos para diferenciarse de ellos. Por decirlo brevemente: Aranda se dio cuenta de que la moda es mucho más poderosa que un batallón de la guardia valona, entonces y ahora.
A la muerte de Carlos III, acaecida en 1788, todos sus súbditos, a excepción de los verdugos, vestían de corto y saludaban galantemente con su tricornio. En cuanto al pan, terminó bajando de precio, gracias a, entre otras razones, la liberalización del mercado del grano que había dictado el mismo Esquilache.
Sirva esto de pequeño homenaje a un denigrado y malquerido ministro que sólo cometió un error: creerse un ingeniero social que podía labrar los hábitos y costumbres de la gente a su antojo. Muchos, hoy día, deberían aprender de este ejemplo.
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