Es un fenómeno que quienes lo protagonizaron describen con naturalidad. Ahora nos ha tocado vivirlo. Cierto que no es una guerra convencional la que nos ha declarado el islamismo. Los ataques son bastante más imprevisibles que los bombardeos de antaño. No se ven venir los aviones. No da tiempo a bajar a los refugios. De hecho, no hay refugios. Esto, entre otras muchas cosas atípicas, como la invasión silenciosa del enemigo, es lo que hace a esta guerra tan inquietante. Los colaboracionistas son tan lerdos como numerosos, además dirigen instituciones, presiden foros e incluso gobiernan algunos de los países invadidos y dialogan con esas mismas civilizaciones que se obstinan en hacer saltar la nuestra por los aires.
La nuestra, es decir, la democracia. Y precisamente lo que yo tenía preparado para esta semana era una crónica de una tertulia en la que, en principio, se iba a hablar de Alexis de Tocqueville, ya saben, el francés que descubrió la democracia en América y se convirtió en su apóstol. Se celebraba en la sede de la Revista de Occidente, según una tradición que se remonta a los tiempos del fundador, esto es, José Ortega y Gasset, rescatada hace poco por su actual secretario de Redacción, Fernando Rodríguez Lafuente, y la pauta de la misma la suele dar el contenido del último número de la revista, cuyo tema principal era, como les avanzaba, "Las Américas de Tocqueville", con ocasión de su bicentenario. En él colaboran, para que se hagan una idea, personas tan destacadas como José María Marco ('¿En qué se equivocó Tocqueville?').
Sin embargo, y sin salirnos de América, la tertulia acabó centrándose en otro artículo, esta vez de Eduardo Garrigues, sobre la lengua española y el hispanismo allende los mares en particular, y en general sobre la gran demanda de español como lengua extranjera, que está desbordando las expectativas más optimistas. El debate se planteó en estos términos: ¿tiene España que ponerse a la cabeza de la imparable hispanomanía que invade al mundo, o le iría mejor ir por libre? Si España "encabeza la manifestación", según la metáfora de uno de los tertulianos, tendría que plantearse ciertas alianzas no siempre interesantes, así como servidumbres que podrían resultar muy enojosas.
Desde luego, la asociación de "marcas" con pedigree cien por ciento español, en la que figuran entidades con objetivos tan diferentes como el Real Madrid, el Fútbol Club Barcelona o Zara, perdería en muchos aspectos. Por ejemplo, en imagen, que, en lo que respecta a Hispanoamérica, no es precisamente la mejor del mundo, por mucho que a los extranjeros les guste más la literatura hispanoamericana que la española, como señalaron algunos de los tertulianos. Como si la gente estudiara idiomas para leer a sus autores favoritos. Todos sabemos que no es así –por eso funciona la traducción–, y que las lenguas se estudian por el prestigio de los países o de las culturas de quienes las hablan.
Lo que no está claro es que éste sea el caso de la lengua española, a pesar de que la imagen de España haya mejorado mucho estos últimos años, precisamente a partir de la democracia. En el caso del español habría que hablar de otros factores, como la política de implantación de empresas extranjeras en Hispanoamérica y el comercio internacional en España, más atento a esas cuestiones que al pasado, sin olvidar el amor propio de los hispanohablantes y su obstinación por conservar y hacer respetar sus idiomas en cualquier circunstancia o paraje; y sin perder de vista el prestigio que puede tener para los países del Este de Europa trabajar en España, o lo divertido que pueda resultar a los estudiantes del Erasmus una estancia en Madrid, perspectiva ésta, dicho sea de paso, que pone los pelos de punta a los padres de otros países europeos, infinitamente más disciplinados y bastante menos permisivos que los de nuestra sufrida patria.
Volviendo a la pregunta que inauguró el debate, parecería harto cuestionable que los españoles nos asociemos de hoz y coz con Hispanoamerica para la defensa de ciertos intereses si lo que queremos es ofrecer la imagen europea que nos corresponde por razones obvias, y algunos pusieron en tela de juicio el nombramiento de un mexicano para dirigir una sede del Instituto Cervantes en Nuevo México. Hay aquí aspectos de alta política que se me escapan, sin duda, pero si la misión del IC es, según creo, la enseñanza en el exterior de nuestra lengua, tanto da que los misioneros sean españoles de marca como hispanoamericanos del pelotón.