Es lo natural, especialmente en unos tiempos en los que muy poca gente puede permitirse un apoquine de 4.000 euros, a no ser que seas un político en la cresta de la ola o tan simpático que los anfitriones te inviten para que amenices la típica sobremesa rodeado de cornamentas. Me refiero a las de las piezas cobradas.
Lo de participar en las cuchipandas de la gente bien es algo que le debe de venir a Fernández Bermejo de familia, de cuando su padre era un gerifalte del Movimiento y él, el joven Marianín, se codeaba con lo más granado de la sociedad franquista. La tradición pervive, con el único matiz de que en las cacerías actuales se habla de política y no de negocios, como antaño era habitual.
Estamos ante la reedición de La escopeta nacional, como muy acertadamente ha sido calificada esta afición cinegética compartida por el ministro de Justicia y el juez que instruye un caso de corruptelas contra el primer partido de la oposición. El Marqués de Leguineche, dueño de la finca en la que se desarrolla la película de Berlanga, coleccionaba pelos de coño, afición muy loable, dicho sea de paso. En la realidad actual, parece que los dueños de las fincas de caza han dejado de lado las costumbres ociosas de la gente acomodada para dedicarse a conseguir invitados de lujo a sus monterías, al objeto de dar prestigio al negocio, lo cual es mucho más rentable que dedicarse al estudio de la calidad pilosa del vello femenino, las cosas como son. Estoy seguro de que el dueño de Cabeza Prieta, la finca en la que Bermejo y Garzón se cuentan sus cositas, ha subido el precio de la jornada de caza para aprovechar la avalancha de mitómanos dispuestos a gastarse lo que haga falta para poder contar después a sus amistades que estuvieron en la finca favorita de Garzón.
La circunstancia de que el ministro de Justicia y el Superjuez por la Gracia de Dios compartan un fin de semana asesinando animalitos (pongámonos ecologistas) mientras varios detenidos relacionados con el partido de la oposición esperan en los calabozos la decisión del instructor sobre su futuro penal es la demostración de que estamos todavía muy lejos de los hábitos democráticos de los países decentes. Probablemente ni siquiera conversaron sobre el caso judicial que puede llevar al PP al desastre, y si lo hicieron sería al estilo de Gila:
– Alguien va a entrullar a alguien…– Vaya por Dios, o sea que alguien puede ir a la cárcel.– Ministro, no me malinterprete, estaba hablando en términos generales.– Ya, ya, sólo pensaba en voz alta. Porque si se demuestra que hay corrupción en algún partido, la cosa sería grave.– Muy grave, sí.– Y podría llevarle a perder las próximas citas electorales.– Eso es algo, ministro, que sólo deciden los votantes. Seamos respetuosos con la voluntad popular.– Por supuesto, por supuesto, a mí a demócrata no me gana nadie. El espíritu democrático lo he mamado en casa desde pequeñín.– Como yo, ministro, por eso no se me ocurriría comentar con alguien del Ejecutivo los aspectos de un asunto bajo secreto de sumario.– Actitud que le honra, querido magistrado. Por cierto, aquel muflón nos está mirando de forma sospechosa.– Le hemos puesto a todas las piezas de caza mayor nombres relacionados con la política –tercia el capataz de la finca–, para que nuestros invitados se sientan en su salsa. Ese en concreto se llama Montesquieu.– ¡Coño, que se escapa! (se escuchan varias detonaciones seguidas).– Ha caído, ministro.– Y buena cornamenta que tiene. ¿Le he dado yo o ha sido usted?– Los dos, ministro, al alimón. ¿No es fantástico que los poderes del Estado actúen con este sincronismo?– Todo lo que sea necesario para mejorar el servicio al ciudadano, magistrado.
Entre las jaras y los romeros de la finca Cabeza Prieta, los representantes del poder político y judicial se comportan como los antiguos plutócratas retratados por Berlanga. Con un agravante, pues lo que se dilucida en este caso no es el beneficio económico facilitado por el nepotismo de un político, sino la garantía de independencia de un poder judicial en el que nadie cree ya. Ni siquiera los balbuceos de Fernández Bermejo, con su sonrisa chulesca, van a impedir que el episodio pase a formar parte del largo historial de fechorías jurídicas del partido socialista. El problema no es sólo que el ministro y el juez se vayan de montería, sino que se esté practicando el noble arte cinegético contra un partido llamado a ocupar el poder que ahora ostenta el PSOE sin que el uno ni el otro se preocupen de guardar siquiera las formas.
Sólo faltó Sa Mayesté le Ruá, con un buen rifle automático último modelo, y la escena hubiera quedado redonda. Berlanga en estado puro.